Si estos dos se juntan, el espectáculo está servido. Raoul Walsh y Robert Mitchum. ¡Vaya par de fenómenos! El uno dirigiendo este western psicológico con su característico ágil e impecable ritmo narrativo, y el otro protagonizándolo con su rostro de pedernal y el alma tan sensible como la de un niño de cinco años. Eran dos tipos vigorosos en la plenitud de sus carreras con el único objetivo de trabajar duro para entretener al espectador. ¡Esto es el cine!
Walsh nos sumerge en la psique humana; en un mundo de sueños, miedos e inquietudes. Para ello usará el flashback con extarordinaria habilidad, la misma que va a demostrar con el uso de luces y sombras para asombrarnos con una perfecta puesta en escena (la casa familiar y, especialmente, el cuarto de la madre son un claro ejemplo de esa perfección). Por estos ambientes mitad cálidos mitad tenebrosos deja caer Mitchum (Jeb Rand) su fornido corpachón, pero también sus temores y angustias arrastrados desde la niñez. A veces, parece que le quieren ayudar, pero casi siempre terminan dejándolo solo en busca de respuestas que jamás encontrará. Porque sus fantasmas los han originado los demás con sus prejuicios y miedos. Jeb sólo quiere avanzar libre.
Para mí, sólo un error baja un pelín el nivel de la cinta: el excelente y complejo guión de Niven Busch se resuelve en un absurdo minuto final. Y, por otra parte, nos quedamos sin saber cómo era realmente la familia de Jeb.
En cuanto a las interpretaciones, aparte de lo ya comentado sobre el gran Mitchum, destacar a Teresa Wright, Alan Hale y, como no, a Judith Anderson, que cada vez que aparece en su habitación parece estar buscando a la señorita Rebeca.