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Voto de Ferdydurke:
5
2015
7,8
82.490
Animación. Fantástico. Aventuras. Comedia
Riley es una chica que disfruta o padece toda clase de sentimientos. Aunque su vida ha estado marcada por la Alegría, también se ve afectada por otro tipo de emociones. Lo que Riley no entiende muy bien es por qué motivo tiene que existir la Tristeza en su vida. Una serie de acontecimientos hacen que Alegría y Tristeza se mezclen en una peligrosa aventura que dará un vuelco al mundo de Riley. (FILMAFFINITY)
22 de julio de 2015
81 de 134 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si mi averiada memoria (de eso va en buena medida este cuento, de los recuerdos y su sentido) no me falla, hace muchos veranos que daban en la 2 una serie pobretona titulada "La cabeza de Herman" en la que se veía luchar a varios conceptos/humores/arquetipos por el dominio de la sesera del protagonista, lo animal, lo sensible, lo racional y la inseguridad, creo más o menos; la serie era muy floja y no tuvo mucho éxito; pero parece que "claramente" los de Pixar han "copiado" la idea, con niña y otros sentimientos, pero lo mismo.
Aunque tampoco es ni gran idea ni original; el cerebro humano, ese eterno misterio en el que se han metido, quizás con botas de gigante y balas para cazar rinocerontes teniendo en cuenta su delicado equilibrio, y se meten con fruición científicos de todo pelaje tratando de desentrañar sus más arcanos y recónditos secretos o misterios, desde la psicología a la neurología, de Freud o Jung a la ciencia más dura, de la simpleza intuitiva a la complejidad infinita en un intento denodado por clasificar y encasillar, clarificar e iluminar por atrapar el agua que siempre de entre las manos se nos va a inevitablemente escapar.
Ahí siguen.
Bueno, en este caso tenemos la historia de una niña de once años presentada por la/su alegría, que fue la primera en llegar y narrar, más tarde fueron llegando la tristeza, la ira, el miedo y el asco, muy bien, pero podrían haber aparecido perfectamente otros también, la inteligencia y la estupidez, por ejemplo, los niños también suelen tener de eso.
El primer problema que yo veo es la titánica y tiránica presencia de la maldita Alegría; insufrible hada madrina que despliega una actividad tan frenética y obsesiva que no hay Dios que la aguante; su eterno trajín es tan agotador como compulsivo y cargante; una especie de pesadilla de azúcar, sin fin, que a los pobres compañeros los tiene sometidos, especialmente a la tierna tristeza, a la que siempre afea y reprime sus buenas intenciones o simplemente despistes e iniciativas; y lo malo es que esta algarabía constante e irritante se come buena parte de la trama, casi toda.
Solo al final se verá obligada a delegar ante su comprobada incompetencia, voluntarismo dogmático y parloteo desquiciante; cederá espacio de un maldita vez y la cosa mejorará, lo normal, lógicamente.
Sigo (spoiler)...
Aunque tampoco es ni gran idea ni original; el cerebro humano, ese eterno misterio en el que se han metido, quizás con botas de gigante y balas para cazar rinocerontes teniendo en cuenta su delicado equilibrio, y se meten con fruición científicos de todo pelaje tratando de desentrañar sus más arcanos y recónditos secretos o misterios, desde la psicología a la neurología, de Freud o Jung a la ciencia más dura, de la simpleza intuitiva a la complejidad infinita en un intento denodado por clasificar y encasillar, clarificar e iluminar por atrapar el agua que siempre de entre las manos se nos va a inevitablemente escapar.
Ahí siguen.
Bueno, en este caso tenemos la historia de una niña de once años presentada por la/su alegría, que fue la primera en llegar y narrar, más tarde fueron llegando la tristeza, la ira, el miedo y el asco, muy bien, pero podrían haber aparecido perfectamente otros también, la inteligencia y la estupidez, por ejemplo, los niños también suelen tener de eso.
El primer problema que yo veo es la titánica y tiránica presencia de la maldita Alegría; insufrible hada madrina que despliega una actividad tan frenética y obsesiva que no hay Dios que la aguante; su eterno trajín es tan agotador como compulsivo y cargante; una especie de pesadilla de azúcar, sin fin, que a los pobres compañeros los tiene sometidos, especialmente a la tierna tristeza, a la que siempre afea y reprime sus buenas intenciones o simplemente despistes e iniciativas; y lo malo es que esta algarabía constante e irritante se come buena parte de la trama, casi toda.
Solo al final se verá obligada a delegar ante su comprobada incompetencia, voluntarismo dogmático y parloteo desquiciante; cederá espacio de un maldita vez y la cosa mejorará, lo normal, lógicamente.
Sigo (spoiler)...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Inteligencia, imaginación y saber hacer le sobran a esta película, tanto como histerismo kitsch, rabiosa chuchería, sentimentalidad acartonada y empalago familiar; un elefantiásico algodón con sobredosis de sacarina. Por lo tanto, empate, más o menos. Si ese gran poder formal y la mucha clarividencia se hubieran puesto en cambio al servicio del riesgo, la sobriedad y el vértigo, otro gallo (o elefante) nos hubiera cantado. Pero no, la infancia no se toca, debe estar a salvo, es sagrada, lo mismo que las mejores intenciones, la familia siempre unida y..., quizás faltó el perro en la caseta para completar la sagrada fiesta.
La niñez como supermercado monstruoso de golosinas en compartimentos estanco cartesianamente colocadas, todas, cada idea/emoción en su lugar y espacio correspondientes (familia, sinceridad, amistad, payasadas... ), el orden siempre presente; como si fuera imposible imaginar un cerebro y unos afectos más confusos y oscuros, menos agitados y activos, más turbios y grises, menos exaltados, más callados; como si en lugar de esas arquitecturas sólidas no cupiese la posibilidad de soñar océanos abigarradamente mezclados, o tristezas alegres o iras asquerosas o simplemente una ira tristemente alegre y asquerosa, además de rabiosa, ignorante-anhelante-balbuciente-deseante-decadente-pensante..., o, qué sé yo, algo menos codificado, mercantilizado, despilfarrado e infantilizado (si entendemos la infancia como la dictadura de lo cursi y blanco que tiene el afán de triturar todas las ambigüedades peligrosas o las zonas muertas; esa gran creación moderna e imperialista, por avasalladora, que todo lo puede, donde la duda murió y la gente se postró, cegada por una luz cuasi divina).
Menos piruletas y más grietas. Menos hockey y más silencios. Menos amigos imaginarios y mas reales.
P.D.: ¿Por qué la fría comprensión de la crítica (profesional y no) se ve desbordada por tanta admiración, derretida de placer, cuando es el caso de una imaginación especialmente animada y pueril? ¿Será simplemente que el talento, muy escaso por lo general, tiene la manía perruna de concentrase exclusivamente en ese tipo de cine, atraído por un imán de fuerza y verdad, agujero negro/blanco que se traga lo mejor de cada casa?
La respuesta más tentadora, y fácil, y consoladora, en cierto modo, por sencilla y obvia, sería la de la progresiva e imparable infantilización de nuestro mundo, de ahí la mayoritaria entrega, entusiasmada, de toda la gente ante la brillante plasmación del espíritu de nuestro tiempo; la identificación directa, sin filtros, que se nos mete en los adentros, que la abrazamos como si fuera nuestra propia alma arrugada.
O, más de lo mismo, que la infancia ya no muere nunca, se ha quedado sola, es decir, que ya te puedes morir a los ochenta años sin haber abandonado ni por un solo minuto de tu larga y fructífera vida la niñez esencial, definitiva.
O que ya lo anunció Moretti en el noventa y tres en aquella gran película, "Caro diario", o si no acordaros de aquella isla tomada por los niños, y esto era solo humor, pero si nos queremos ir más atrás y elegir otras visiones laterales, alejadas un tanto de lo que nos ocupa, más negras, podemos encontrarnos con señores de las moscas o, más claramente de género, con el tito Ibáñez Serrador que en aquella pesadilla a pleno sol, "¿Quién puede matar a un niño?", ya nos advirtió de la marea peligrosa que se nos venía irremisiblemente encima como un tsunami, vio los signos y los mostró, nadie hizo caso y aquí estamos, criticando.
O será solo que yo también quiero tener seis años y los puñeteros, todos los demás, no me dejan. De ahí mis ridículas pegas y tan tristes quejas.
La niñez como supermercado monstruoso de golosinas en compartimentos estanco cartesianamente colocadas, todas, cada idea/emoción en su lugar y espacio correspondientes (familia, sinceridad, amistad, payasadas... ), el orden siempre presente; como si fuera imposible imaginar un cerebro y unos afectos más confusos y oscuros, menos agitados y activos, más turbios y grises, menos exaltados, más callados; como si en lugar de esas arquitecturas sólidas no cupiese la posibilidad de soñar océanos abigarradamente mezclados, o tristezas alegres o iras asquerosas o simplemente una ira tristemente alegre y asquerosa, además de rabiosa, ignorante-anhelante-balbuciente-deseante-decadente-pensante..., o, qué sé yo, algo menos codificado, mercantilizado, despilfarrado e infantilizado (si entendemos la infancia como la dictadura de lo cursi y blanco que tiene el afán de triturar todas las ambigüedades peligrosas o las zonas muertas; esa gran creación moderna e imperialista, por avasalladora, que todo lo puede, donde la duda murió y la gente se postró, cegada por una luz cuasi divina).
Menos piruletas y más grietas. Menos hockey y más silencios. Menos amigos imaginarios y mas reales.
P.D.: ¿Por qué la fría comprensión de la crítica (profesional y no) se ve desbordada por tanta admiración, derretida de placer, cuando es el caso de una imaginación especialmente animada y pueril? ¿Será simplemente que el talento, muy escaso por lo general, tiene la manía perruna de concentrase exclusivamente en ese tipo de cine, atraído por un imán de fuerza y verdad, agujero negro/blanco que se traga lo mejor de cada casa?
La respuesta más tentadora, y fácil, y consoladora, en cierto modo, por sencilla y obvia, sería la de la progresiva e imparable infantilización de nuestro mundo, de ahí la mayoritaria entrega, entusiasmada, de toda la gente ante la brillante plasmación del espíritu de nuestro tiempo; la identificación directa, sin filtros, que se nos mete en los adentros, que la abrazamos como si fuera nuestra propia alma arrugada.
O, más de lo mismo, que la infancia ya no muere nunca, se ha quedado sola, es decir, que ya te puedes morir a los ochenta años sin haber abandonado ni por un solo minuto de tu larga y fructífera vida la niñez esencial, definitiva.
O que ya lo anunció Moretti en el noventa y tres en aquella gran película, "Caro diario", o si no acordaros de aquella isla tomada por los niños, y esto era solo humor, pero si nos queremos ir más atrás y elegir otras visiones laterales, alejadas un tanto de lo que nos ocupa, más negras, podemos encontrarnos con señores de las moscas o, más claramente de género, con el tito Ibáñez Serrador que en aquella pesadilla a pleno sol, "¿Quién puede matar a un niño?", ya nos advirtió de la marea peligrosa que se nos venía irremisiblemente encima como un tsunami, vio los signos y los mostró, nadie hizo caso y aquí estamos, criticando.
O será solo que yo también quiero tener seis años y los puñeteros, todos los demás, no me dejan. De ahí mis ridículas pegas y tan tristes quejas.