Aunque puedo entender a aquellos que la tachan de pretenciosa, hace años que no nos topábamos con una película tan magnética y con un comienzo tan potente como esta. Desde los títulos de crédito, ochenteros a más no poder pero altamente sugerentes asistimos a un ejercicio de estilo en el que Los Angeles, esa ciudad tan inhabitable pero tan atractiva en el fondo, es un personaje más. Por ella se mueven hampones de medio pelo y perdedores profesionales que simplemente sobreviven como pueden y, por supuesto, el hombre sin nombre, un Ryan Gosling hierático y fascinante a partes iguales que se comunica con la humanidad a través de su vehículo. La película, como dicen sus detractores, es estética a más no poder, pero no sobra ningún plano y en mi opinión se pretende crear una atmósfera totalmente al servicio de una narración en la que se combinan la violencia extrema con el más desgarrador de los amores: atentos a cierta escena al respecto porque perdurará en la memoria. En definitiva, historia sin muchos recovecos pero excelentemente interpretada (los secundarios son de lujo) y dirigida con una habilidad sorprendente en estos días grises. Para mí, inolvidable.