Una historia sencilla y humana. Está ambientada en un barco de balleneros del siglo XIX, pero podía haber transcurrido en otro contexto. Porque la película habla de un anciano capitán que lo ha sido todo en su oficio y va notando que su tiempo se acaba.

Es un personaje que probablemente todos hemos conocido alguna vez. El viejo que no quiere dar el relevo, que se burla de la falta de experiencia de la juventud, pero no puede competir con su empuje. Que nunca ha necesitado de estudios para hacer bien su oficio, pero que en el fondo sabe de la importancia de los libros para mejorar cualquier profesión. Aferrado a sus viejas ideas, cree que la perfección consiste en no desviarse de un reglamento acartonado que se sabe de memoria. Aunque se encuentre incapacitado y enfermo, se empeñará en dar lecciones a todo el mundo.

Cuando necesita ser la referencia de su nieto, ante la falta de una generación intermedia, aparece el aspirante a capitán con estudios, fuerte, dinámico, que sabe tomar decisiones, cercano y cordial. Una persona a la que su nieto no puede dejar de admirar.

La película funciona bien por su excelente trío protagonista: Lionel Barrymore, el viejo, Richard Widmark, el oficial joven y Dean Stockwell, el niño.

En su contra juegan dos factores. El primero es que hoy en día a muchos no nos gusta presenciar la caza de ballenas. En todo caso, siempre es interesante ver cómo vivían aquellas personas, jugándose la vida en sus largos viajes por el mar y acercándose a los cetáceos en sus frágiles botes de remos, con un arpón en la mano.

El segundo factor negativo es la comparación inevitable con “Capitanes intrépidos”, estrenada doce años antes, y en la que otro niño era educado a bordo de un barco, enfrentándose a la dureza de la vida. Aquella, convertida en un clásico, resultaba más dramática y sentimental.