Un pastel es un pastel. La probabilidad de que la crónica de un divorcio anunciado fuese buena, era casi remota. Y no, la película no es buena. Vamos a dejar a un lado, los escenarios blancos y brillantes, la luminosidad constante y las copas de cristal fino cargadas de vino blanco o de tinto, en función de la ocasión, ya que no son la razón de que la película me parezca casi mediocre. La culpa no es de Adam Driver tampoco de Scarlet Johansson, la culpa es de la estilización literaria y glamurosa del hecho de divorciase, aderezado con la infantilidad que comparten con el hijo, sumado a la profesión de los protagonistas. ¿Cuantós matrimonios conocen que se dediquen a la actuación y a la dirección teatral? Yo responderé, ninguno.

Ella, una mujer con baja autoestima, perdida en el mundo, queda deslumbrada por el ingenio de él. Amor a primera vista. ¡Vaya novedad! Y, gradualmente va despertando del ensueño del enamoramiento y decide cambiar de vida, lo que implica necesariamente el divorcio, claro. No voy a mencionar el papel prototípico de los abogados, porque sería ir a lo fácil. No, me quedaré con la figura de un niño demasiado ingenuo para su edad y los tiempos que vivimos, la de un hombre demasiado intelectual y, al mismo tiempo, demasiado poco listo para no percibir el sufrimiento de su mujer, y la socorrida figura de una mujer acomodada a la rutina y a la felicidad y al éxito de su marido. Me quedaré con eso. También me quedaré con la madre/abuela mononeurona, puesto que tiene la brillante habilidad de ser una mujer imperturbable, fría ante el sufrimiento de su hija. Por último, me quedaré con la frustración que se respira en toda la película. La misma película siente frustración al saberse que no va a trascender, porque seamos sinceros el divorcio se ha convertido en un gato más. Ah, los disfraces de la película, también, también me quedo con eso.