Mucho de drama social y algo de thriller policíaco para un biopic con cuerpo cinematográfico y alma de telefilm. Su trasfondo histórico es la América de Reagan, cuando la cruzada contras las drogas desde la Casa Blanca estaba en pleno apogeo y su contexto geográfico los bajos fondos de Detroit donde, a la gente, a su manera, hacía una interpretación muy sui generis del emprendimiento y de la cultura de esfuerzo, buscándose la vida con toda la naturalidad del mundo a base de trapichear de drogas y armas. La complejidad de ese confuso y traicionero mundo donde los aliados de un día (polis o narcos) eran tus enemigos mortales al siguiente, se llevó por delante al adolescente Rick Wherse Jr. un chaval ni bueno ni malo, ni inocente ni culpable, que sólo quería encajar en el ambiente que le tocó vivir y que que acabó vendido por todas la partes: tiroteado por sus excompinches y encarcelado por los mismos que le usaron como confidente.

La película busca y encuentra el tono desgarrador del que te está contando una de las mayores injusticias judiciales de EEUU con rigor y credibilidad, la de un menor de edad que, sin ser más culpable de lo que le obligan las condiciones en las que vive ni hacer realmente daño a nadie, acaba con una de las mayores condenas de la historia de EEUU. Probablemente haya habido alguna licencia narrativa, pero Yan Demange se gana la confianza de un espectador que intuye que el conjunto es cierto y pone al descubierto lo infame del sistema jurídico americano, empezando por esa aberración que suponen jurados que emiten veredictos sin entender nada de leyes, sólo por lo gracioso, guapo o bien que caiga un fiscal o un abogado. Y continuando por unas leyes que castigan más el tipo jurídico y la reincidencia que las circunstancias o el daño real ocasionado sin posibilidad de interpretación.

Quizá no es la película más entretenida, ni la más agradable de ver, ni la mejor ejecutada… pero es una película a la altura de su discurso y que cuenta una historia que tiene que ser denunciada.