Obviemos decir que la buena es la primera. Eso ya lo sabíamos antes de que nos acribillaran a rumores y anuncios. A lo que no escapa el King Kong de Peter Jackson es a la comparación. Vaya por delante que se trata de un estupendo remake del clásico de 1933, esto es, el neozelandés ha contado la misma historia pero con lenguaje y estilo propios. A saber, el sadismo con cachondeo y un gorila morfológicamente más animal que nunca, pero mucho más inteligente que sus papás cinematográficos, y no sólo eso. Si bien traza una estructura calcada a la del film de Merian C. Cooper, la aliña con mejores efectos especiales, más acción, más profundidad en los personajes, más actores con voz y voto, mayores referencias culturales (Conrad, O'Neill, etc. ) y, en general, más elementos en juego (incluyendo sonoros homenajes al King Kong clásico).

Ni que decir tiene que el entretenimiento está asegurado, pero ocurre a menudo que más es menos. Y si bien las aventuras en Skull Island están filmadas de forma que no pueden dejar indiferente a nadie (¿por qué tuvo que ser Spielberg quien rodara Jurassic Park?), el fondo del asunto, la historia de la bella y la bestia, se hunde justo al final. Porque es ahí donde Jackson no se atreve a culminar su hasta entonces gran apuesta: dibujar una historia de amor sin flecos. Además, es donde comete la osadía de rodar con la suficiente luz como para que por primera vez en el film se palpe el truco. Luego, la frase lapidaria, los títulos de créditos. Y el cine sigue igual, viviendo de la nostalgia.