Esas épocas en que parece no pasar nada, aunque todo está pasando, son los tiempos del tránsito. Días vacíos, sin proyectos, de huida, de búsqueda de la invisibilidad...; momentos álgidos, en los que solo cuenta sobrevivir y en los que la soledad eleva a categoría eternal, cualquier contacto o relación pasajera.

Georg, un joven refugiado alemán de buen corazón, transita sin recursos una parte de la Francia que está siendo gangrenada por los nazis. Su intención es llegar a Marsella, coger un barco y, amparado en unos documentos que pertenecen a un muerto conocido, poner rumbo al continente americano, porque allí no se ha extendido aún el virus del odio y es un buen sitio para volver a enterrar la semilla de la dignidad. Pero los sentimientos, que tanto nos dan, a veces pueden resultar una pesada alforja de la que es difícil deshacerse.

Sesudos planteamientos existencialistas nos traslada el solvente director alemán, con interpretaciones de alto nivel, que aunque nos lleven a aborrecer lo que significa la guerra, y sus execrables consecuencias, no llega a disipar, seguramente porque no era este su objetivo, la espesa niebla que habita las conciencias de los protagonistas que se nos van presentando.