Salvajada venida desde Taiwan a lomos de la paranoia pandémica que, entiendo, en Asia ha podido tener todavía más impacto debido a sus draconianas medidas de confinamiento. Un virus se desata por el país convirtiendo a los infectados en sádicos depravados que infligen a sus víctimas toda clase de animaladas, tanto de índole puramente violenta como sexual. Y siendo plenamente conscientes de ello.

Todo lo que uno había leído se cumple con creces. El festival gore es desmesurado, hiperbólico hasta decir basta. A ello le compaña un ritmo narrativo febril y desbocado que solo se detiene para coger aire e iniciar una nueva orgía de sangre y vísceras a tumba abierta. Tal es la explotación, tan impactado queda uno ante lo perturbador del espectáculo que tarda más de la cuenta en hacerse preguntas acerca del guión.

Porque ¿y el guión? ¿Cual es el sentido? Porque si lo pensamos fríamente parecemos estar ante un mix de Mayhem (2017) y Train To Busan (2016) pero realizada en plenos años 80 de explotación sanguinolenta y gore artesanal. ¿Que todos tenemos a un animal en nuestro interior? ¿Que estamos deseando hacer daño al prójimo y que nuestros bajos instintos nunca son saciados, hasta que hay un detonante? ¿Es tal vez una manera extrema de escenificar la rabia, frustración y estrés producidos por los repetidos confinamientos pandémicos? Si no te haces preguntas como estas, y te gusta el cine desmedido, vas a disfrutar como un gorrino en un lodazal. Si empiezas a cuestionarte lo que ves, la puedes disfrutar igual pero ya no te parecerá tan buena más allá de la pura exploitation.