La película juega con códigos genéricos manidos de una forma engañosa, haciendo creer al espectador que en cualquier momento puede derivar hacia una película sobrenatural (el inicio o la llamada desde el teléfono de la protagonista) o de terror (todo el primer tercio).

La premisa fundamental de la película (la niña no puede escapar las líneas de tiza) aparece ya en el hospital sin explicación. Numerosos elementos están planteados para engañar y derivar al espectador a creer lo que no es (especialmente, los cristales que aparecen en la comida y que muerden los personajes).

En determinado momento, el engaño es tan grande que la propia película se plantea un largo flashback en el que buena parte de las escenas se reencuentran desde el punto de vista del verdadero criminal/villano de la película). Y en esa aclaración, se vuelven a acumular trampas y engaños al espectador (el teléfono que roba y que no provoca sospechas; la proximidad y cercanía a la víctima). Por último, de nuevo en el final se mueve hacia el terreno del cine de psicópatas (con un planteamiento similar a El silencio de los corderos, que deriva en algo parecido a Enemies).

A pesar de ello, la película sabe cómo mantener la tensión, gracias en parte a las solventes interpretaciones de Anaya y el resto del elenco, y hacer que el espectador no pierda el interés en ningún momento, aún a riesgo de que alguno pueda perder la paciencia en el proceso.

con los previsibles castigos y abusos por parte del profesorado, la película se transforma en una pesquisa policíaca para averiguar qué ocurrió con uno de los niños gravemente enfermo, aunque el final resulta muy decepcionante.