El protagonista es un donjuán al final de su carrera. Abandonado por la última conquista y aburrido ya de sí mismo, se entera, mediante carta anónima, de que tiene ¡un hijo! Empieza así una búsqueda de la huella genética que, intuimos, no puede acabar bien.

Cuando el protagonista es convencido por un amigo para hacer lo que ningún héroe debe hacer, a saber, volver sobre los propios pasos, que uno, para sí al menos, consideraba gloriosos, empezamos a comprender que la suerte está echada, que el declive va a empezar a tomar forma, que incluso se masca la tragedia.

Nadie quiere desandar el camino de su vida, sin los adornos tramposos de la memoria, hasta el punto de que alguien, un buen amigo por ejemplo, te tiene que diseñar el itinerario, inventarse (y venderte) el entusiasmo, proporcionarte una banda sonora en forma de CD grabado exprofeso y darte los ánimos necesarios para, entonces y solo entonces, reunir ese valor necesario para emprender ese tortuoso camino de vuelta que te lleve a darte de bruces con esa verdad, que siempre supiste esquivar a tiempo.

En resumen, la tarea del héroe es visitar a cinco ex, una de ellas en el cementerio, para descubrir cuál es la autora del venenoso anónimo que tsunamiza su aburrida pero plácida existencia. Cada encuentro se convierte en una especie de partida de póquer en la que cada una de ellas esconde la carta que a él le hace falta, aunque no sabe exactamente por qué.

Entre las visitas a la segunda y la tercera ex, en una carretera cuesta abajo y sonando la música de su amigo cada vez más sonámbula, todo parece una metáfora en toda regla de su descenso a los infiernos.

Tanto para hacer reír como para hacer llorar, Bill Murray apenas se mueve de su registro habitual. Da igual, siempre resulta eficaz. Es ese tipo que ya conocemos: rostro taciturno, lengua escueta y verbo socarrón. Brillante, lo mismo que Jim Jarmusch en el guión y en la dirección.

Desde el primer momento me recordó al Woody Allen de Coge el Dinero y Corre. Y esto no es un demérito, todo lo contrario: es la estrategia formal acertada, a mi modo de ver, de acercar microscópicamente al espectador una época tan estudiada en nuestro errático sistema educativo (probablemente el plural fuera más acertado) pero tan desconocida. Por otra parte, ahí acaban las similitudes con la comedia alleniana. Es otro tipo de comedia o de tragicomedia.
Las imágenes son cuadros luminosos de una época que se nos presenta sucia (impagable la escena primorosamente ambientada en que Cervantes, mientras camina ensimismado en sus tribulaciones, saca fuerzas para apartar a un mendigo de una patada escrupulosa) hasta el punto de parecernos que se pudiera estar buscando el realismo histórico, el verismo, la mirada puntillosa sobre el dato. Nada más lejos de la verdad. En realidad, la película busca la manera de sentar a la mesa a todos esos personajes que todos conocemos de haberlos estudiado (Quevedo, Quijote, Cervantes, Lazarillo de Tormes, Sancho Panza, Felipe III y su padre, Góngora, Dulcinea del Toboso, Lope…, así, todo revuelto) y ponerlos a largar como cotorras delante de nosotros. Y, cuando digo nosotros, me refiero a lo que nos identifica, lo que nos hace pertenecer a la época que vivimos: el encuadre asegurado por el trípode, el botellín de agua, la voz en off, la moneda de 50 céntimos de euro que trágicamente envenena al personaje de Lope al final.
¿El director, los guionistas, los actores…? No tengo la más mínima duda: progresan adecuadamente.

Es una película que se ve bastante bien pasados los años. Fue una gran superproducción en su momento pero tuvo un estrepitoso fracaso de crítica y al público no le gustó su look: su inclinación hacia la aventura (bien dosificada a mi gusto aunque el final es mejorable y los actores no estaban en sus mejores momentos) no fue suficiente para la sensibilidad de los 90. Es una película futurista que ha envejecido bien para esperarnos a la vuelta de la esquina después de 25 años bien llevados. Sobre todo si observamos en qué va quedando el planeta.