La película me ha parecido bastante bien como entretenimiento sin grandes pretensiones. Pero, como salmantina, lo que más me ha llamado la atención es, por supuesto, que esté ambientada en mi ciudad. Aunque está bien que se le haga esta publicidad internacional a una ciudad que la merece, creo que no podemos dejar de sentirnos algo ofendidos por el retrato final. Dejando aparte el hecho de que la Plaza Mayor no es la de verdad (se trata de un decorado de cartón piedra, pero bueno, da el pego), lo cierto es que aparte de los planos aéreos no se ve un solo lugar que recuerde remotamente a Salamanca. Algunas escenas parecen rodadas en México, con sus iglesias del Barroco colonial; la calle del principio se diría que es de París o similar; la persecución por los barrios recuerda algunas veces a Estambul y otras a Pekín. Esta película debería figurar en las enciclopedias de cine como ejemplo máximo de falsedad escenográfica y documental.
Creo que todo esto es, además, bastante indicativo de la idea que siguen teniendo muchos americanos, y entre ellos los magnates de Hollywood, de lo que es España; si tuvieran que situarla en el mapa, probablemente la colocarían más o menos entre Nicaragua y Madagascar. Cuánta ignorancia...

Comedieta bufa costumbrista, de guiri cultureta a lo Hemingway (aunque menos juerguista, por lo menos al principio) que visita uno de esos paisitos tan pintorescos del sur de Europa y se propone redimirlo a la luz de la filosofía que el propio país había engendrado más de veinte siglos antes (desde luego, quién los ha visto y quién los ve...). Apenas se disimula que el principal objetivo es convertir a Melina Mercouri en una superdiva mediterránea, al estilo de lo que por entonces ya era Sophia Loren. Pero, con todo el respeto, pienso que no le llega a la italiana a la suela del zapato, ni en belleza, ni en estilo, ni especialmente en dotes interpretativas. Su actuación es tan exagerada y tontorrona como casi todo en la película, por mucho que Cannes se apresurara a consagrarla; la lista de excentricidades interesadas de ese festival probablemente supera a la de los Óscar, lo cual no es fácil. Por lo demás, sobredosis de topicazos y a la vez de inverosimilitud en ese mundo idílico de cazurros simpáticos y que en cualquier momento dejan de trabajar para tirarse al agua o para liarse a tortas, y de prostitutas empoderadas que pueden permitirse elegir a los clientes y cuyo mayor problema es que el proxeneta les cobra muy caro el alquiler.

Así, la película vale, sobre todo, como testimonio de un cine que hoy simplemente no podría hacerse, en muchos aspectos para bien y en alguno quizá para mal. El punto fuerte es, sin duda, la música, con ese oscarizado "Los niños del Pireo" que, de todas formas, suena más bello en la voz de otra griega menos explosiva y más eterna: la gran Nana Mouskouri.

Uno de esos cuentos chinos (en el buen sentido) que siempre son agradables de ver, con su aire legendario, sus tonos ocres y sus dramas a la vez sencillos y profundos. En este caso, el viejo arte de la pirotecnia sirve de trasfondo a una historia de amor prohibido. Por desgracia, no dirige Zhang Yimou (que ese mismo año estrenaba la magnífica "¡Vivir!") y ello se nota en un guion más bien disperso, que no avanza demasiado y que a veces resulta confuso; la recurrente inserción de pasajes de voz en "off" para explicarnos lo que pasa hace evidente la falta de pericia narrativa. El conflicto es, además, más bien simplón y maniqueo, a veces bordeando lo infantil, y los diálogos y comportamientos de los lugareños hacen pensar en un Berlanga asiático. Tampoco encontramos otro aliciente casi estereotípico de estas películas, la belleza sobrenatural de Gong Li, si bien la joven Ning Ying cumple adecuadamente con el papel encomendado. Sí está otro habitual de Yimou, el compositor Zhao Jiping, con una banda sonora que realza el drama. En conjunto, se perdonan los defectos por las buenas intenciones, aunque no sea precisamente una joya del subgénero.

Los principales atractivos de esta poco conocida "Calmi cuori appassionati" (que ese parece ser su verdadero título, aunque FilmAffinity no lo recoja) son las vistas de Florencia y una banda sonora que incluye varios éxitos de Enya. Es decir, provoca síndrome de Stendhal en los ojos y en los oídos al mismo tiempo. Pero, por otro lado, la historia en sí es una especie de culebrón japonés más bien plomazo, con un pánfilo cursi de esos que se prendan de una chica a la que ven de lejos en una tienda de discos y ya tienen mal de amores para toda la vida. Ella, por su parte, viene siendo el perro del hortelano, con novio americano, guapo y ricachón, pero que ni contigo ni sin ti, no se aclara. Los continuos saltos temporales parecen encaminados a darle algo de intriga a una historia con un final más predecible que el de una porno, y la omnipresente voz en "off" muestra la incapacidad del guion para sugerir nada; a veces da la impresión de que se nos está leyendo el libro original directamente. Vamos, que el 5 es por Enya, por Brunelleschi y por el pánfilo, que para ser japonés está muy bueno.

Es difícil, si no imposible, valorar "Trece entre mil" únicamente por sus cualidades cinematográficas; es cine comprometido de principio a fin, y sólo así puede entenderse. En cualquier caso, tampoco ello es necesariamente ajeno al arte; el éxito del director es absoluto si, como creo, su intención es impactar y conmover a todos los que miramos al País Vasco desde fuera, y que lo tenemos más fácil para encogernos de hombros; para decir cosas como "Es que es un problema muy complicado", "Es que a ellos también se les ha negado la libertad..."; para aceptar vergonzosas negociaciones y rendiciones ante los asesinos...
Y no sigo porque no quiero hacer crítica política a propósito de un documental que sólo muestra lo que de verdad importa: seres humanos inocentes, defensores de la libertad, que de pronto ven sus familias destrozadas; niños y jóvenes asesinados cuando empezaban a vivir; hijos, esposas, padres y abuelos que jamás recuperarán la alegría. Bravo a Iñaki Arteta por tener la valentía de mostrarnos la única verdad sobre el llamado, con vergonzosa delicadeza, "problema vasco".