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España España · Valdepeñas
Críticas de Lucho Garmán
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Críticas 14
Críticas ordenadas por utilidad
8
17 de diciembre de 2016
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pongámonos en situación: 20h de la tarde, te apalancas en el sofá de tu casa con la única intención de culminar tu rutinario día disfrutando de una comedia que no te haga pensar demasiado. Abres el ordenador y empiezas a buscar en tu fondo de armario. De repente, la localizas en un oscuro rincón de tu disco duro. La tienes ahí, pero no sabes muy bien porqué. Arizona Baby... ¡Pero coño, si es de los Coen! En este preciso instante tus perspectivas aumentan de forma más o menos injustificada, y es que: ¿Tiene siempre que ser automáticamente sagaz y divertida una comedia por el simple hecho de que haya sido escrita por los hermanos Coen? Pues bien, no seré yo el que afirme esta suerte de imperativo categórico a cerca del cine de los más que renombrados hermanos, pero he de decir que esta comedia negra ha satisfecho todas mis necesidades cinéfilas en relación a lo que me esperaba, a la vez que ha destruido por completo cualquier atisbo de sentimiento paternalista que hubiese en mi interior, por muy poco desarrollado que estuviese. La película en sí es deliberadamente retorcida e ingeniosa, a la vez que divertida y absurda, todo en partes iguales. He de decir que aunque las circunstancias mencionadas al principio me invitasen a disfrutar de una divertida comedia, nunca me veréis salir de una sala de cine ahogándome con mi propia tos causada por una serie de carcajadas continuas, al igual que tampoco me veréis salir llorando a moco tendido del dramón del siglo; pero he de admitir que esta película tiene algunos puntos en los que se te hace difícil, como mínimo, levantar la comisura del labio. En conjunto, un guión medidamente ingenioso, aderezado con grandes dosis de absurdidad muy bien llevada a cabo por unos actores que interpretan su papel con la actitud "pasota" que se requiere. A remarcar la interpretación de Nicolas Cage, al que sorprende ver en un papel que nada tiene que ver con el encasillamiento que ha ido adquiriendo en tiempos posteriores; una Holly Hunter que te saca de tus casillas y te enternece a partes iguales y un John Goodman que no para de gritar. Desde luego que no será una película como para recordar el resto de tu vida, pero tiene, ciertamente, una serie de cualidades que harán que en cierta ocasión te venga a la cabeza la palabra "pedo" escrita con rotulador negro en la pared y, aunque muy en el fondo, te produzca una pequeña carcajada.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Lucho Garmán
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10
14 de diciembre de 2016
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Qué mejor estreno en el mundillo de la crítica cinematográfica amateur que elogiando semejante obra maestra. Para ser sinceros, me la he puesto como a Fernando VII, ya que bajo mi punto de vista, las críticas más complicadas son aquellas que haces de las películas que miras con el semblante de una vaca que ve inocentemente como pasa el tren; esas películas que no te aportan absolutamente nada nuevo, sino todo lo contrario, te roban a punta de pistola un par de horas de vida –que algún que otro onanista hubiese dedicado a emular al bueno de Spacey– para dejarte tal cual estabas antes de darle al play.

Por el contrario, American Beauty es una de esas películas que te dejan una sensación extraña, diferente... Una sensación de que lo que acabas de ver puede trascender más allá de la pura ficción y significar algo más. Es tan veraz, hermosa y cruel que cuando termina, piensas que no volverás a ver jamás un producto tan auténtico por mucho que lo intentes. Al contrario que muchas de las críticas que he leído, no creo que su mantra sea la crítica de la sociedad americana ni al "American dream"; creo que esa lectura se puede sacar de una forma secundaria, paralela al mensaje que de verdad Mendes quiere dejar sobre la mesa. En mi caso, no me he parado a pensar ni un sólo minuto en esta posibilidad, quizás debido a que mi interés ha ido en dirección a lo que creo que sí es la espina dorsal de la película: le hermosura de lo vulgar/cotidiano.

En un aspecto más técnico, me parece que la solidez y la sutileza del guión hacen que la película se consuma en un abrir y cerrar de ojos sin que se haga pesado o monótono. Un argumento que tratado de cualquier otra forma o enfocado de una manera imprecisa hubiese pecado quizás de un ritmo más lento; pero no hace falta decir que la INMENSA actuación en especial de Kevin Spacey y Thora Birch ayudan a que degustes cada segundo como si fuese el último.
Lucho Garmán
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8
24 de abril de 2018
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puede llegar a sonar tópico, pero en la mayoría de los casos en los que una novela es llevada al cine, sea esta magistral como en el caso que nos ataña o no, se pierde por el camino que la lleva de manos de los guionistas al director, gran parte de la esencia recogida en las palabras que salen directamente de la mente de un escritor brillante para plasmarse finalmente en las páginas de una obra maestra de la literatura. Este es uno de esos casos, y aunque la adaptación cinematográfica de Louis Malle logre un resultado sobradamente bueno que me ha merecido la puntuación de 8 sobre 10, después de leer el producto originario del escritor francés Pierre Drieu la Rochelle, esta se queda a un paso de la perfección que sí pienso alcanza la novela. No es menos cierto que esta página no se trata de una plataforma en la que los lectores puedan publicar las reseñas de sus libros predilectos; tampoco me gustaría encerrarme en un análisis comparado a lo largo de toda la crítica basándome en el esquema película–libro / libro–película; pero lo que tampoco puedo hacer es engañarme a mí mismo y a los pocos perdidos que puedan llegar a leerme afirmando que mi intento de mantenerme lo más alejado posible de la comparación fílmico-literaria pueda llegar a fructificar. Una vez dicho esto, e intentando ser lo más fiel posible a la premisa que me he impuesto, daré mi opinión acerca de esta película que, desde mi punto de vista, se encuentra entre las mejores de la producción francesa a lo largo de su historia. La historia nos presenta un día en la vida del “ex-alcohólico” Alain Leroy, un dandi parisino venido a menos a causa de dos elementos inapelables: el paso del tiempo que conlleva a la vejez y las mujeres. el argumento se desarrolla, como vengo de decir, a lo largo de un solo día; hecho que, teniendo en cuenta la unidad de acción que se limita a contarnos únicamente la historia de este personaje, cumple con dos de las tres unidades aristotélicas, rompiendo con la tercera ya que a lo largo de la narración vemos cómo el protagonista se traslada desde Versalles, donde se mantiene recluido en la clínica de desintoxicación del doctor Barbinais, hasta París con la intención visitar a sus antiguos compañeros de batalla. Al más puro estilo del Fantasma de las Navidades Pasadas en la obra de Charles Dickens, Un cuento de Navidad, Alain Leroy vaga por la Ciudad de la Luz dejándose caer por los hogares de los que en otros tiempos compartieron la botella de absenta junto a él y para ver cómo sus vidas se han acomodado hasta la irritación. Y es que Alain, durante toda la película, ya no es nada más que eso: un fantasma. La sombra del “hombre de acción” que en su época dorada llegó a ser y que, como el que pierde el apetito sin razón aparente cuando se acerca la hora de comer, se ve incapaz de continuar con su pantomima vital. Como una terrible enfermedad que arriba súbitamente al corazón y que no hace más que acentuar el estado terminal en el que se encuentra nuestro personaje; sabemos que Alain guarda una pistola en una vieja maleta que intenta esconder entre un pañuelo estampado de flores para que nadie pueda atisbar que entre estos dos existe una relación fatal; la aprecia tanto o más que a su propia vida y a toda la gente que le rodea porque sabe del poder liberador que esta posee, sabe que es con la única con la que puede contar en esos momentos de crisis existencial profunda y sin retorno. Intenta escribir, pero raja sus redacciones porque ve y sabe que su interior está vacío y no hay nada que pueda verter sobre las páginas blancas de su cuaderno; bebe y siente como ese trago que en otras ocasiones le embriagaba como a su querido Baudelaire no hace más que provocarle tormentos y horribles resacas; mira a las mujeres que pasan por su lado casi rozándole pero siente que una barrera invisible de granito se interpone entre él y este su más preciado tesoro antaño; un cheque que en anteriores días le habría abierto las puertas a un futuro prometedor se le presenta como un pobre papel con una cifras estampadas por la caridad, sin más. Después de todo, el creador principal de la historia, Drieu la Rochelle, se consideraba un acérrimo lector de Nietzsche y de muchos otros autores pesimistas y al mismo tiempo sentía una fervorosa adulación por los regímenes fascistas incipientes. Una mezcla ideológica explosiva que en muchos de sus escritos se refleja en la fascinación del autor por la muerte, ya fuese en forma de asesinato hacia el prójimo o de manera auto-infligida. De esta forma llegó a producir obras de un tinte nihilista auto-destructivo sobrecogedor pero también enormemente atractivo para muchos de sus coetáneos y admiradores de hoy en día. La novela Le feu follet viene seguida de un pequeño relato elegiaco titulado Adieu à Gonzague, en el que encontramos un enunciado que puede resumir, a fin de cuentas, el todo que recoge la esencia tanto de la novela como de su magnífica adaptación a la pantalla (traducida muy libremente del francés por un servidor): “Aquellos que están dispuestos a tirar su vida, a jugársela por un solo pensamiento, por una emoción. Solo hay una única cosa en esta vida, la pasión, y esta no puede expresarse de otra forma que por el asesinato – de otros o de sí mismo”.
Lucho Garmán
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9
27 de noviembre de 2017
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bellísima película de Bertolucci que recrea con erótica perfección el ambiente socio-cultural del Paris de mediados de los 60. La cinta contiene todos y cada uno de los ingredientes que necesita para atrapar el interés y el intelecto del espectador desde los primeros compases de la misma. Michael Pitt, haciendo honor a su primo lejano Brad –con el que no tiene absolutamente nada que ver– en sus mejores apariciones, borda su papel interpretando a un joven yanki imberbe, bonachón e inocente que llega a estudiar a la ciudad del Moulin Rouge: un hervidero de revueltas y revoluciones, sexuales e intelectuales, y cuna del cine “gafapasta”. Ya saben lo que dice el dicho: “Existe el buen cine, el malo y el francés”. En un atmósfera de tal calibre, Matthew se topa con dos parisinos, muy parisinos, muy pero que muy parisinos llamados Isabelle y Théo que lo introducirán en una vorágine de pasiones carnales, literatura maoísta y juegos de adivinanzas que en ocasiones llegan a alcanzar un cariz casi tétrico. He de reconocer que las películas que dejan entrever ciertos lazos, bien unidos y atados, obviamente, con la literatura y otras formas artísticas cualesquiera despiertan en mí un agrado prematuro que no puedo remediar; corro el riesgo con esto de que algún descarriado –que los hay, y a montones– pueda permitirse el lujo de lanzarme de buenas a primeras y de cabeza al carro del “pseudointelectualismo”; existe gente en este mundo para la que el concepto de cine puro alcanza los límites más estrictos y estrechos del término. Creo, sinceramente, que la riqueza interdisciplinaria que permite el cine es suficientemente amplia y acogedora para poder integrar este tipo de elementos en el metraje. Y eso mismo, concretamente, es lo que le ha facilitado en innumerables ocasiones alcanzar la sublimidad que le caracteriza. En el caso preciso de The Dreamers, Bertolucci se desenvuelve de manera magistral con un ejercicio que, aunque no podría llegar a considerarse metacine, permite al cinéfilo observar su propia filia desde un punto de vista externo, a través de unos personajes que comparten esta misma admiración hacia el medio, salvando, claro está, las cuestiones ficticias que se implican, pero que al mismo tiempo nos da pie a la sugestión, a la teatralización de nuestra propia pasión. En relación a las cuestiones más precisas de la cinta, el trabajo de los tres protagonistas resulta impecable. Matthew, el joven americano interpretado por Michael Pitt, se presenta como el personaje menos estático de los tres; la evolución que sufre desde el principio hasta el final es llevada a cabo de forma brillante, mientras que los dos hermanos franceses, Isabelle y Théo, interpretados por Louis Garrel y Eva Green, se ajustan a la perfección a sus papeles excéntricos y lujuriosos, pero más estables dentro de la propia narración. Estos últimos atributos son los que más se dejan notar a lo largo de la narración. Los episodios en los que el beato de Matthew se ve implicado por cortesía de sus nuevos amigos nos podrían sugerir, sin ningún problema, alguna que otra escena extraída de las novelas del Marqués de Sade. Es esto, precisamente, lo que sobresale por encima –permítase el pleonasmo– de todos los otros elementos que constituyen la trama; si bien he empezado hablando sobre la importancia que para mí tiene la inserción de cuestiones literarias en el cine, me estaría engañando vilmente si hiciese prevalecer esto a lo otro. La enorme carga de sensualidad que transmiten los tres personajes es el principal exponente y, aventurándome aún más, la atractiva complementación que se forja entre los diferentes tipos eróticos que cada uno de ellos suscita hace a la obra de Bertolucci aún más interesante si cabe.
Lucho Garmán
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8
6 de abril de 2019
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Domingo: Día del Señor, de misa dominical y de carreteras abarrotadas de capitalinos poniendo rumbo a la playa con hijos, abuelos, tíos y sobrinos. Domingo, por ende: mala fecha para organizar una cena familiar, –al día siguiente se madruga y Dios ayuda, que para eso vamos a misa– y mucho menos si se trata de una familia hiperdisfuncional en la que el más mínimo chascarrillo mal dirigido o digerido puede dar pie a una situación similar a la que vivieron los vecinos de Puerto Hurraco. Cosas de casa, al fin y al cabo, las que se narran en esta claustrofóbica historia sacada de una obra de teatro escrita por el dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce. Hablaba con un compañero, antes de ver la adaptación de Dolan, preguntándole su opinión acerca de la misma. Al parecer le resultó tan sumamente insoportable que no fue capaz de aguantar la hora y treinta y ocho minutos que dura la totalidad del metraje. Con este único y desolador testimonio me autoimpuse la obligación de aguantar hasta los títulos de crédito; de hacerme el haraquiri, o incluso de usar las esposas que guardo en el cajón de mi habitación para atarme a la cama, impidiendo cualquier posibilidad de huida que pudiese presentarse en un determinado momento de sopor irremediable. Aparte del prejuicioso posicionamiento inducido por la crítica externa, se trataba a su vez de un primer contacto con la filmografía de este precoz director francocanadiense del que tantas cosas –buenas y malas– había leído y escuchado con anterioridad.

Siempre se ha dicho que se necesita cierta madurez, tanto personal como artística, para llegar a la altura de los más grandes; aunque si tomamos como verdadero el famoso dicho popular que reza “los únicos que dicen la verdad son los niños y los borrachos”, este niño parece contar su verdad particular –o la de Lagarce– con bastante clarividencia, precisión y elegancia en Solo el fin del mundo; en cuanto a los borrachos, bueno, Lars von Trier escribió sus mejores bestialidades yendo más borracho que Ortega Cano en sus momentos de mayor esplendor etílico. Dicho esto, no es menos cierto que la trama puede llegar a resultar algo tediosa, uniéndose a esta característica los repentinos arrebatos de ira e histeria que sufren algunos de los personajes de tanto en cuanto a lo largo de la historia, material de análisis suficiente para que Sigmund Freud hubiese podido añadir otros cuantos tomos más a su tratado dedicado a dicho desorden psicopatológico. Y es precisamente esta disonancia que se manifiesta entre la parte más letárgica del film, personalizada sobre todo por los personajes de Louis y Catherine, y aquella más visceral que retrata cierta sordidez, descontrol y espontaneidad, llevada al borde de la impertinencia más grotesca y desquiciada, de la que se hace cargo sobre todo el personaje de Antoine, interpretado de manera bastante notable por el casi siempre acertado Vincent Cassel.

Se parte de la premisa principal que lleva al mediano de los tres hermanos a retornar a casa después de doce años, sin haberse pasado siquiera a recoger algún que otro tupper, para comunicarles a todos ellos que está enfermo y que seguramente no llegue ni a la cena de Nochebuena. A partir de este momento, todo en la casa se torna hostil e impredecible en repetidas ocasiones, unido esto a la necesidad que Louis siente por reconstruir el pasado a partir de los elementos domésticos que estimulan continuamente su memoria y que, mediante el recurso de la analepsis, se reponen provocando que las inseguridades del protagonista se vayan acrecentando y llevándolo a un estado casi cataléptico que no le permite más que responder con monosílabos a las desatadas intervenciones de sus hermanos.

Desde el punto de vista técnico, se pueden observar algunas buenas cualidades con respecto al uso de las tonalidades en determinadas escenas, o en secuencias con primeros planos que con escasa preponderancia de diálogo resultan bastante eficaces; esto último se puede apreciar, como no podía ser de otra forma, en los fragmentos que protagonizan Louis y Catherine, en los que sobre todo la presencia y la interpretación de Cotillard, aunque discreta por exigencia misma de su personaje, aguanta el tipo por encima de un Gaspard Ulliel que no termina de caer en gracia. En definitiva, no es tanto la actuación individual o coral lo que brilla en la película y por lo cual me haya decantado por calificarla con un 8, sino la notable destreza del guion y la naturaleza de los sentimientos que se ponen de manifiesto a raíz del propio texto; y es que no era del todo fácil adaptar una pieza teatral como la de Lagarce, a pesar de que esta contenga un tono mucho más existencialista que la película y salvando algunas pinceladas añadidas de cosecha propia por Dolan que no me llegan a parecer del todo acertadas o, cuanto menos, necesarias.
Lucho Garmán
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