Centurión no va a pasar a la historia, eso está claro. Corre el riesgo de perderse entre tanta peli épica que hay flotando en este nuevo milenio, pero el costo que decide pagar Marshall no corre por falta de virtudes ni por flaquezas en la narración, sino por el registro que el director decide tomar, en primera medida, y por la naturaleza de la historia que decide contar.

Porque Centurión es una obra que se cierra más pronto que tarde, elige sus códigos no tanto desde la épica solemne, salvo por su deslumbrante fotografía, sino más bien desde ciertas influencias del tipo nórdicas, puesto que es imposible separar la imagen de los Pictos con la de los sanguinarios vikingos: Centurión es carnalia pura, transmitida con nobleza y cierta depuración en los diálogos, pero sucia, visceral. Bellamente visceral. Si hasta faltaba que aparezcan los berserkers, esos luchadores bárbaros envueltos en trajes de piel de oso que desollaban todo a su paso.

Y elige la aventura por sobre la épica de asedios: las batallas son específicas, o bien cuerpo a cuerpo o bien desde grupos minoritarios enfrentados. Busca el desarrollo de costumbres, de exposición de culturas, pero terminan por ser rasgos periféricos en torno a un nudo argumental centrado desde el pequeño viaje del prota, pasando por el deseo de venganza de una mujer que intenta vislumbrar carisma y despecho, pero que se termina acercando más a la imagen final de una bella mujer con "poco que decir", al margen de su pétrea expresión.

Un pequeño viaje, una mujer rastreadora y una bruja rubia encajada con calzador. Casi un retrato de lo mucho que parece faltar por sobre todo aquello que no falta ni sobra.