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Voto de Andrés Vélez Cuervo:
8
Drama Alfonso es un viejo campesino que retorna después de 17 años al hogar que abandonó debido a que su único hijo padece una grave enfermedad. Al llegar a la región descubre que todo lo que alguna vez conoció ya no existe y que su familia está a punto de ser desplazada por una amenaza invisible que recorre los vastos laberintos de la caña de azúcar llenándolo todo con signos de destrucción y muerte. Ante este difícil panorama, Alfonso hará ... [+]
9 de septiembre de 2015
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un velo de encaje cubre pobremente una pequeña ventana. Mientras se escuchan los estertores del moribundo que habita el cuarto, el velo se infla levemente con el viento, como los pulmones llenos de huecos, casi inservibles de ese pobre hombre. Adentro, ese futuro cadáver es un ancla que reúne por un corto tiempo a una familia rota; afuera, cae una lluvia de cenizas sobre un mar de caña.
Con esa escena, mi favorita sin parangón de La tierra y la sombra me bastó para saber que estaba viendo la película de un poeta con el corazón quebrado, migado, hecho polvo y ceniza. También con esa escena tuve claro una vez más que no solo “el amor se escribe con llanto” como canta el bambuco de Álvaro Dalmar durante el metraje, sino que también el arte se escribe con la misma tinta y que ese dolor es pasto nutritivo para el genio artístico.

Saltémonos lo obvio. Seguramente todos mencionarán la relevancia de la ópera prima de Acevedo para el cine nacional y de sus premios en Cannes. Hagamos por un momento el ejercicio de pensar que esos premios no hubiesen tenido lugar, que este fuera un largometraje como cualquier otro que llega a nuestros ojos y del que no tuviéramos noticia alguna. Hecho esto, es cuando podemos hablar de por qué esta es una gran película, porque los premios… los premios son solo una recompensa a la virtud de esta obra de arte, así que da igual si llegaron o no para juzgarla.

Para empezar, este largometraje es estupendo porque alcanza ese nivel poco habitual que hace que una obra humana se convierta en arte. Acevedo consigue que una historia sencilla se cuele lentamente en el pecho del espectador y repte allá dentro hasta morderle el alma. Seguro, como me pasó a mí, son muchos los espectadores que han visto La tierra y la sombra y han quedado desasosegados y con una tristeza cruel que ni siquiera otorga el consuelo de romper en llanto. Esta película va directo al interruptor de la melancolía y la nostalgia, porque, a fin de cuentas, de eso, en gran medida, es de lo que trata. Esta es una historia sobre una gran tragedia de nuestro país, pero también sobre una tragedia universal, la del desarraigo, la de esa necesidad de supervivencia que nos obliga a abandonar los espacios, los cuerpos y la tierra para mantenernos con vida, tanto física como espiritualmente. Es por esto que el breve regreso a casa del protagonista de esta historia es la visita al reino de las sombras, de los recuerdos que se han llevado el tiempo y el fuego. Se trata del retorno a todo eso que está encerrado y oculto, como ese hijo moribundo al que se protege del polvo y la ceniza mediante el más deprimente y oscuro encierro. Esa rotunda capacidad para inocularnos el dolor del desarraigo y la nostalgia, quebrando a machetazos la idea bucólica del campo como un paraíso, es seguramente lo que hace que esta película sea tan notable y única en su forma de mirar.
Pero también está ahí el poder audiovisual que despliega Acebedo, con unos planos compuestos con esmero geométrico en los que la cámara interviene llena de expresividad, como si quisiera mostrarnos que está haciendo una mueca de dolor y tristeza aquí, o una de suspirante sonrisa más allá. A esa cámara, además, le confiere un movimiento pausado y cadencioso como el de las hojas de los cañaduzales, estableciendo un ritmo lacónico que transmite ese peso existencial de los personajes e incluso la incapacidad de respiración de aquel hijo enfermo que ya solo vive para esperar la muerte.
Como si no fuera ya bastante, la película también hace gala de un manejo del color lleno de elegancia y sutileza que crea una extraña atmósfera de desolación desértica en medio de los verdes cultivos de caña que inundan el horizonte.
Luego está todo el andamiaje simbólico, soberbio, pero hecho como con ganas de pasar desapercibido: esos pájaros que el niño llama y aguarda pero que nunca descienden del árbol para comer, esa sábana que amortaja al hombre enfermo incluso antes de fallecer y bajo la que en más de una ocasión vemos también cubierto a su pequeño hijo, ese formidable caballo que se le cuela en la casa y en los sueños al protagonista, esa omnipresente ceniza que va cubriendo a los vivos de muerte, esa cometa colorida alzando vuelo para anunciar el fin de la vida, …
Hay más, el propio sonido y la ausencia del mismo están allí al servicio de esa melancolía que se mueve lenta y que parece inofensiva, pero que abre tajos, tal como lo hacen, una vez más, las hojas de caña.
Es justo también mencionar el trabajo de los actores, quienes salidos de esa realidad que retrata Acevedo, llevan consigo las marcas del doloroso amor por la tierra y la familia en un microcosmos en el que ambos se vuelven polvo.

La tierra y la sombra es un poema audiovisual y como tal debe ser visto, leído, sufrido y disfrutado. Cuando el 23 de julio esté disponible en cartelera, olvídese usted de ir a verla porque ganó, entre otros premios, la cámara de oro en Cannes, o porque hay que apoyar al cine nacional, o porque todo el mundo habla de ella y hay que estar al día. Vaya por usted mismo, por lo que el hecho de verla y entregarse a ella representará como alimento para sus ojos y su alma. Vaya a verla porque el contacto con una obra de arte con tamaña capacidad de vulnerarlo es una experiencia pocas veces disponible que no debe nunca tomarse a la ligera.
Andrés Vélez Cuervo
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