Si bien es meritorio el trabajo de Andréi Zviáguintsev en lo técnico, no es menos cierto que su cine resulta demasiado frío, vacío y distante. Su obra El Regreso de 2003 -la primera que vi del director y la que más me ha gustado- tal vez sea la excepción. Pero en el caso de Nelyubov me he encontrado con personajes que no llegan a uno y con situaciones en las que no logramos involucrarnos. Se contemplan estos trabajos -vale también para Elena (2011), la otra que también vi- como una suerte de teorema: lo que Zviáguintsev nos quiere transmitir resulta diáfano, pero tanto así que se nota demasiado el carácter prefabricado de las historias y el modelado ad hoc de los personajes, al punto que resultan artificiales y escasamente representativos. Por eso es que su cine -salvando la antedicha El Regreso- no me conmueve y finalmente no me convence.

El visionado de Nelyubov se me hizo pesado, alargado (otra vez artificiosamente a fuer de dilatar las escenas y muchos cuadros superfluos), de modo que no faltaron momentos de cansancio, sopor, tedio, falta de interés. Y a cambio de realmente no demasiado: una pintura pesimista, ciertamente sesgada, alrededor de personajes muy particularmente desamorados. El tono sombrío del mensaje no me molesta en verdad pero eché de menos eso que espero siempre del cine, siquiera un solo momento estético bien conjugado de imágenes y sonidos impregnados de significación, lo que típicamente me depara algún grado de conmoción. Pero Sin Amor resultó un film carente de ese tipo de encanto, donde por ejemplo a los gélidos y tétricos cuadros iniciales del lago les falta el don de la oportunidad, encajados a la fuerza anticipando desmañadamente el tono de la historia. Todo denota el estilo más bien calculista de un director que no parece tener mucho que decir fuera de postulados de concepción pura y meramente intelectual, mutilados de otra hondura de entendimiento que, en el arte en general y en el cine en particular, se vuelve imprescindible si se ha de crear una obra con alguna trascendencia.