Haneke en su día se recreaba en la apología de la violencia con una película que sólo la mostraba cuando los buenos mataban. Desear sangre y muerte, entretenimiento de circo romano.

Tarantino se conoce, y conoce que lo conocemos. Se ha ganado ese gran privilegio de saberlo artista antes de ver su arte, y tolerar y aceptar su contenido por la bajeza de nuestra ignorancia.

Ignorancia, que nos hace ser monos golpeando un monolito al estallar en carcajadas cuando rompen una mandíbula y afirmar el discurso de una asesina en serie.

El cine era un caldero de aburrimiento a fuego muy lento en una película con una trama escondida en la que tu única certeza es que habrá sangre. Y Tarantino, que sabe que es más que sus cabezas cortadas, te introduce en un drama sobre la decadencia, la superficialidad y la violencia gratuita para terminar dándole a ese espectador a punto de tirar el hueso al espacio, la dosis de espectacularidad morbosa que, pese al desarrollo de dos horas de película, sigue esperando.

Once Upon a time in Hollywood es una belleza para el cineasta, y un aburrimiento para el espectador. Volvemos a la eterna disputa; ¿Debe el artista pensar en su obra o en quien la contempla? Quizá no deberíamos ser nosotros quienes deciden lo que un artista hace con su tiempo, y si lo utilizará para dejar obras como estas, entonces prefiero mil Pollocks antes que una más de transformers.