Trata de mostrarse amable y compasiva durante la primera hora y veinte, para luego tornarse lacrimógena ofrecer una cascada de desgracias. En mi opinión, dichos incidentes obedecen más a la necesidad de buscar un impacto emocional en el espectador que a mantener un rigor narrativo.

Las actuaciones, muy buenas, pero los retratos de una enfermedad mental (en este caso, la esquizofrenia de un joven Dillon) no me inspiran ninguna emoción si no me divierten o no conecto con el personaje. Se le retrata como a alguien bueno por imperativo del guión y se le caracteriza con una cualidad/muletilla que lo hace ser distinguible y pretendidamente entrañable, recurso frecuente de esos retratos superficiales de películas de bajo presupuesto de los noventa. En este caso se centra en mostrar su obsesión por la fotografía.

La película adopta el tono de alguien que está describiendo algo insólito, extraño y desconocido, casi como una fantástica de aventuras. Tampoco me gusta que a estos personajes trastornados se les pinte de iluminados o con un poder/energía especiales, porque es hacer un muy flaco favor a la realidad, son tergiversaciones y falacias especialmente crueles porque alimentan el desconocimiento y falsas creencias. Ni decir hace falta que son todos buenos (menos Ving Rhames por imperativo del guión), sanos (ni un alcohólico o drogadicto), mantienen una lucidez y hasta educación que ya quisiera uno para sí.

Lo que más me impresiona es el deplorable aspecto de una gran urbe estadounidense, con escombros, ruinas y basura por doquier, parece hasta surrealista.