Sabe dotar de una oculta sensación de grandeza a su historia, con gestos (la reverencia del ermitaño Zósima transmite una sensación de dolor difícil de transcribir con palabras) e insinuaciones (cuando, poco a poco, se da a entrever que el asesino es Smerdiakov, cosa que uno ya se imagina, pero que cuando se confirma, el impacto es brutal) que erizan el vello, así como exponer una noción de justicia retorcidamente cruel, pero que se concibe como perversamente certera debido a la errática naturaleza de los personajes, (la condena de Dmitri por un crimen que en realidad no cometió) y su manera de sentir, y por tanto de vivir.

Bien, pues la película ofrece muy poco de todo lo anterior, la dirección es estática, plana, dando al filme en todo momento un aspecto tedioso y acartonado. Respecto a la trama, su compleja totalidad es reducida a un enredo sin ninguna carga psicológica. La narración es de lo más insustancial, si bien de vez en cuando procura incorporar algunos momentos clave de la novela, siendo estos esbozados con una pasmosa falta de naturalidad. Otros personajes son meros títeres (Ivan, el ermitaño...). Lo único que rescataría son los créditos iniciales acompañados de unos acordes evocadores, cuando Grushenka, muy guapa, baila ese ritmo ruso y Dmitri la observa, muy poderoso ese instante, captura toda la esencia de tristeza y de dolor del deseo y la caracterización de Lee J. Cobb como el patriarca, que encarna con una naturalidad deliciosa a un personaje delimitado, convirtiéndolo en una versión muy disfrutable.