La ciencia y la religión parecen estar condenadas a montar en las sillas opuestas del mismo balancín por los siglos de los siglos, los argumentos que dicta la razón y la fe mezclan tal mal como el agua y el aceite, por separado cada uno cumple su función para el que los utiliza, pero juntos solo hacen prevalecer las diferencias entre ambas.

Stanley Kramer quiso dar un peso específico grande a las palabras de los diálogos sobre otras consideraciones cinematográficas y lo consiguió, en esta película no se juzgaba a un hombre sino al enfrentamiento permanente ciencia versus religión, dos púgiles terribles, cada uno presto al combate en su propio rincón de un cuadrilátero mediático en el que, a la hora de la verdad, todo el mundo espera un combate sangriento que de con uno de los contendientes de bruces en el suelo, pero esto no sucederá jamás ya que los guantes de combate de ambos están hechos de nubes de algodón, son fantasmas peleando que aunque se lancen puñetazos al mentón, ni uno de ellos llegará a hacer mella en el contrario.

Siempre imponente Spencer Tracy un actor sólido como un lingote de oro, un valor puntero en la bolsa de cotización de las estrellas de Hollywood que aporta aplomo, confianza, seguridad y mucha verdad en todo lo que dice.