Esta es una de aquellas películas en las que un solo personaje acapara toda la función. Un personaje al que su director, Armando Bo, rescata del patetismo que impregna toda su esencia insuflándole un soplo de dignidad. Y esa creo que es la palabra clave que define el film, dignidad. La dignidad que mantiene una persona cuya vida es un equilibrio constante entre su realidad fracasada y la liberada fantasía que se ha instalado en su mente. Un hombre consumido por su sueño al que se abandonará hasta sus últimas consecuencias. Y lo hará, y eso es lo realmente admirable, con un sentido de la profesionalidad a prueba de bomba . Una profesionalidad que le hará interrumpir una actuación si el sonido no es lo suficientemente bueno para minutos más tarde reprenderla por que, ante todo, el show deber continuar.

Todo esto que podría haber transitado por terrenos cercanos a la parodia adquiere tintes trágicos gracias a la habilidad de Armando Bo para mantener siempre un tono sobrio y dramático. En realidad Bo ama a su personaje, le aplica una capa de ternura que lo hace fácilmente accesible para el público, cuando no identificable (¿quién no se ha visto alguna vez reflejado en alguno de sus ídolos?) y lo acompaña en su particular viacrucis con cautela y respeto. Seguramente su ritmo lento, su estética sucia y su poco cartel no favorecerán la conexión con un público amplio, pero “El último Elvis” se presenta como uno de los retratos más puros y honestos que se han visto últimamente en nuestras carteleras.

Lo mejor: John McInerny, estupendo en todas las facetas.

Lo peor: que la figura de Carlos (Elvis) llegue a eclipsar la propia historia.