Los límites de la frontera

Como la estadística indica, sólo excepcionalmente la versión cinematográfica de una novela supera a ésta. Es precisamente por eso, es decir, por aquello de que la excepción confirma la regla por lo que decido ver “Los límites de la frontera” con la esperanza de que, en esta ocasión, suene la flauta.
Y no sólo suena sino que además lo hace de maravilla porque la adaptación del director mallorquín Daniel Monzón a la novela de Javier Cercas, para mí uno de los mejores escritores españoles -basta con leer su ensayo “Anatomía de un instante”, para comprobar su magnético y brillante estilo narrativo-, es un fidelísimo ejemplo de cómo una novela puede mudar con éxito a la gran pantalla siempre que el director respete el espíritu de la narración, entienda su trasfondo social e histórico y asuma que el lenguaje cinematográfico y el literario, aún conservando ciertos paralelismos, difieren notablemente en su particular forma de expresión.
Todo comienza en el verano de 1978 en la ciudad de Gerona. Han pasado tres años desde que el reino del Generalísimo ya no es de este mundo y el país trata de despertar de su larga anestesia, pero sin una brújula con la que orientarse. Las secuelas de una dictadura no desaparecen de un día para otro. Y esa España áspera, ignorante y provinciana continúa ahí, exhibiendo impúdicamente las señas de identidad de una ciudadanía recluida durante 40 años en los límites de sus propias fronteras. Este desolador paisaje enmarca la historia de Cercas, llevada ahora al cine por Daniel Monzón.
Tres jóvenes, hijos de padres inmigrantes, provenientes de las regiones más deprimidas del sur de España en busca de un futuro mejor en las más prósperas e industrializadas del norte, se embarcan en una peligrosa travesía cuyo destino no puede ser otro que las mismísimas puertas del infierno. Ignacio Cañas “Gafitas”, Zarco y Tere, magistralmente interpretados por Marcos Ruiz, Chehu Salgado y Begoña Vargas respectivamente, responden fielmente a la idea que de ellos me hice cuando leí la novela.
Y permítanme antes de terminar, mis improbables lectores, una breve y respetuosa sugerencia. Les recomiendo lean la novela aquellos que hayan visto la película; vean la película aquellos que no leyeron la novela. Y ambas cosas aquellos que ni lo uno ni lo otro.
Comprobarán -si es que los estragos de la edad no han afectado todavía la mollera de este cronista- que tanto la novela como la película convergen en una feliz sintonía que rara vez se produce. Estamos de enhorabuena.

Emilio Castelló Barreneche