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Voto de Antonio Morales:
8
Aventuras En 1860, unos niños son embarcados en la nave Clorinda, que dirige el capitán Marlope, con el fin de ser repatriados desde Jamaica a Londres para continuar con una educación más civilizada. Durante la travesía, el barco es abordado por unos piratas al mando del capitán Chavez que tras el asalto y con gran sorpresa, descubrirá que los niños se han quedado en su barco. (FILMAFFINITY)
12 de marzo de 2015
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno de los mitos más aceptados universalmente es el de la inocencia de los niños. Lo maravilloso de esta película de aventuras es que está vista desde la percepción infantil, sin que eso nos impida que nos demos cuenta de que no son conscientes de muchas de las cosas que suceden a su alrededor. La aparente falta de sensibilidad de los niños – no parecen afectados por la muerte del criado Sam, durante la tormenta – es lo que decidirá a su histérica y religiosa madre que tienen que ir a Inglaterra a ser educados y durante el viaje se producirá el encuentro con los piratas. Encuentro en el que los niños no van a ser precisamente los más perjudicados. Es la deconstrucción de la inocencia infantil y del mito de los filibusteros, pero a pesar de todo es un film de estructura por completo clásica.

Antes de realizar el film, Alexander Mackendrick ya había efectuado una rigurosa investigación histórica sobre el mundo de los bucaneros y piratas. Uno de sus descubrimientos fue que la mítica Isla Tortuga estuvo poblada por piratas homosexuales, uno de los motivos por los que el rey de Francia la hizo destruir. El cineasta nacido en Boston quería rodar un “verdadero film de piratas” pero en 1965 el mito de los piratas ya no era buen negocio para los productores. Sin embargo, la novela “Huracán en Jamaica” de Richard Hughes prestó a Mackendrick los materiales suficientes para una gran película: los piratas del film tienen miedo de los niños, de las mujeres y de todo lo que representa una noción o idea femenina. Valga como ejemplo el pánico irracional que sufre la tripulación de Juan Chávez (Anthony Quinn) a la cabeza de madera del mascarón de proa; o la primera mirada de turbación de Chávez cuando la niña Emily (Deborah Baxter) sube a su viejo barco carcomido.

Como toda gran obra, “Viento en las velas” es una fuente inagotable de ideas y lecturas. Puede ser degustada, desde el principio, como una historia de seducción de Chávez por los niños, pero también como una reflexión sobre el extraño sentido que de la muerte tienen los niños, sobre la decadencia de un pirata entrañable, prematuramente envejecido, con esa humanidad que sólo Quinn por su fisicidad sabe dar al personaje. Sobre unos hombres obsesionados por unos niños hasta el extremo de querer reencontrar en ellos su propia infancia perdida, sobre la imposibilidad de recuperar la infancia, o sobre la falsa idea de inocencia que – desde la perspectiva de los adultos – pesa sobre el estado infantil. Y todo ello simultáneamente, sin que nada en el film perturbe o entorpezca el desarrollo de ninguna idea o sugerencia. El trabajo de Mackendrick es un modelo de elegancia, equilibrio y armonía.

A causa de los productores, quizás asustados por la audacia del film, o creyendo que no sería comercial, a la película le cercenaron unos veinte minutos según el cineasta denunció. El film desarrolla con tanta habilidad como sensibilidad un cálido enamoramiento, furtivo y prohibido, que se manifiesta en gestos, miradas y sentimientos a flor de piel. Chávez secuestra a los niños porque quiere un botín pero descubre que también necesita ternura, es la osadía de los proscritos. Estupendo trabajo de James Coburn (Zac), como lugarteniente y amigo en el que Chávez deposita su confianza. Brillante la fotografía en Cinemascope de Douglas Slocombe (En busca del arca perdida).
Antonio Morales
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