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Voto de Antonio Morales:
9
12 de febrero de 2014
21 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Muchas veces la desmemoria es injusta porque no se ajusta a criterios razonables, sino al transcurrir de las modas y a la arbitrariedad del recuerdo. Una de las más evidentes víctimas de esa desmemoria cinematográfica ha sido, sin duda, Joseph Losey. Entronizado entre los grandes cineastas durante la década de los sesenta, “El sirviente” con el tiempo se convertiría en la obra que más prestigio internacional le otorgara al autor. En nuestros días, existe cierta indiferencia por el cine de Losey, un fatídico efecto de las modas sobre casi todos los que desarrollaron una obra con cierta carga intelectual en Europa durante aquella convulsa época.
Tras abandonar los Estados Unidos durante la “caza de brujas” acusado de colaborar con el comunismo, Joseph Losey se estableció en Inglaterra, y fue allí, durante su exilio, donde realizó sus mejores películas: “El criminal” (1960), “Rey y patria” (1964), “El mensajero” (1971) y, sobre todo, su obra maestra: “El sirviente”. Con un magnífico guión de Harold Pinter basado en una novela de Robin Maugham. Pinter entregó un manuscrito a Losey que hacía gala de un lenguaje oblicuo y sugerente, y que habría sido rechazado sin duda por muchos directores no sólo por su gramática barroca, sino por sus dobles lecturas sobre la decadencia de la aristocracia británica y sobre la sexualidad, pero que a él le entusiasmó. El cineasta, lejos de suavizar el tono de la narración de Pinter, le imprimió su personalísimo estilo visual, que en esta ocasión, al haber sido puesto al servicio del argumento adecuado, alcanza una hermosa complejidad formal.
Losey recurrió a panorámicas y “travellings” circulares, empleó con profusión la lente de gran angular, y sacó todo el partido posible de los espejos y las sombras, con lo que el resultado no pudo tener una mayor coherencia estilística. Las colaboraciones entre Losey y Pinter (fueron en varios films) se caracterizan por su atmósfera misteriosa (en la que no llega a existir el suspense), y por plantear preguntas que en muchas ocasiones no tienen respuesta. Las imágenes de “El sirviente” son subyugadoras, la composición y la iluminación de todos los planos interiores constituyen una muestra de la inteligencia y el buen gusto de Losey y su operador Douglas Slocombe, quien luego trabajaría en Hollywood.
Es en esa barroca y virtuosa puesta en escena, en la compleja composición de los encuadres, con la presencia de los espejos, metafórica referencia a la idea del desdoblamiento o la inversión de las figuras centrales del relato, los movimientos de cámara que también metafóricamente encierran a los personajes, o en la excelente dirección de actores, donde junto a la definitiva consagración de un inmenso Dirk Bogarde (Hugo Barret) se cuenta con la sorprendente eficacia del casi desconocido James Fox (Tony), y la excelencia de Sarah Miles (Vera), pieza fundamental en la estrategia de Hugo respecto a Tony, dan al conjunto un tono magistral. Todo ese arsenal de medios narrativos y de puesta en escena están al servicio de una parábola en torno a las relaciones entre amo y sirviente. El film reconstruye el proceso de despojamiento del poder del amo (el elegante y melifluo aristócrata Tony) por parte de un sirviente exquisitamente “profesional”. Continúa en spoiler.
Tras abandonar los Estados Unidos durante la “caza de brujas” acusado de colaborar con el comunismo, Joseph Losey se estableció en Inglaterra, y fue allí, durante su exilio, donde realizó sus mejores películas: “El criminal” (1960), “Rey y patria” (1964), “El mensajero” (1971) y, sobre todo, su obra maestra: “El sirviente”. Con un magnífico guión de Harold Pinter basado en una novela de Robin Maugham. Pinter entregó un manuscrito a Losey que hacía gala de un lenguaje oblicuo y sugerente, y que habría sido rechazado sin duda por muchos directores no sólo por su gramática barroca, sino por sus dobles lecturas sobre la decadencia de la aristocracia británica y sobre la sexualidad, pero que a él le entusiasmó. El cineasta, lejos de suavizar el tono de la narración de Pinter, le imprimió su personalísimo estilo visual, que en esta ocasión, al haber sido puesto al servicio del argumento adecuado, alcanza una hermosa complejidad formal.
Losey recurrió a panorámicas y “travellings” circulares, empleó con profusión la lente de gran angular, y sacó todo el partido posible de los espejos y las sombras, con lo que el resultado no pudo tener una mayor coherencia estilística. Las colaboraciones entre Losey y Pinter (fueron en varios films) se caracterizan por su atmósfera misteriosa (en la que no llega a existir el suspense), y por plantear preguntas que en muchas ocasiones no tienen respuesta. Las imágenes de “El sirviente” son subyugadoras, la composición y la iluminación de todos los planos interiores constituyen una muestra de la inteligencia y el buen gusto de Losey y su operador Douglas Slocombe, quien luego trabajaría en Hollywood.
Es en esa barroca y virtuosa puesta en escena, en la compleja composición de los encuadres, con la presencia de los espejos, metafórica referencia a la idea del desdoblamiento o la inversión de las figuras centrales del relato, los movimientos de cámara que también metafóricamente encierran a los personajes, o en la excelente dirección de actores, donde junto a la definitiva consagración de un inmenso Dirk Bogarde (Hugo Barret) se cuenta con la sorprendente eficacia del casi desconocido James Fox (Tony), y la excelencia de Sarah Miles (Vera), pieza fundamental en la estrategia de Hugo respecto a Tony, dan al conjunto un tono magistral. Todo ese arsenal de medios narrativos y de puesta en escena están al servicio de una parábola en torno a las relaciones entre amo y sirviente. El film reconstruye el proceso de despojamiento del poder del amo (el elegante y melifluo aristócrata Tony) por parte de un sirviente exquisitamente “profesional”. Continúa en spoiler.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Sujeto que, devenido imprescindible por la incapacidad del amo, no sólo se hará con el poder de la casa, sino que le llevará hacia su destrucción moral, mediante un diabólico plan trazado y desarrollado sigilosamente.
Algunos planos como el de los tres protagonistas reflejados en el espejo convexo o el picado de Tony y Barret juagando a golpearse con una pelota en la escalera de la casa, merecen estar en cualquier antología del cine, y lo mismo puede decirse del momento en que Tony y Susan regresan prematuramente a la casa y descubren a Barret y a Vera usurpando su dormitorio. Losey sitúa la cámara detrás de los dos recién llegados, que están escuchando las voces de los amantes, Barret sospecha, abre la puerta y se proyecta su sombra desnuda contra la pared, entre Tony y Susan: la interferencia sobre sus vidas está a punto de ser definitiva.
Algunos planos como el de los tres protagonistas reflejados en el espejo convexo o el picado de Tony y Barret juagando a golpearse con una pelota en la escalera de la casa, merecen estar en cualquier antología del cine, y lo mismo puede decirse del momento en que Tony y Susan regresan prematuramente a la casa y descubren a Barret y a Vera usurpando su dormitorio. Losey sitúa la cámara detrás de los dos recién llegados, que están escuchando las voces de los amantes, Barret sospecha, abre la puerta y se proyecta su sombra desnuda contra la pared, entre Tony y Susan: la interferencia sobre sus vidas está a punto de ser definitiva.