Esta es, en mi opinión, la película más americana de Truffaut. Cineasta muy dado a la cita cinéfila y al homenaje, no sorprende ver que el film es en blanco y negro tratándose de un thriller clásico, estupendamente fotografiado por Néstor Almendros. Para este tipo de historia hecha de ambigüedad, medias luces, tinieblas y reflejos del inconsciente, la gama de intensidades del color no sirve. El cine negro, heredero formal del film expresionista, se traduce en una sola luz, que completa una sombra, pues esa sombra también tiene valor de luz. Y así ocurre en el film de Truffaut, que es un brillante y convincente ejercicio de estilo, aunque siempre intentando desdramatizarlo con un cierto tono de comedia.

Inspirada en una novela de Charles Williams “The Long Saturday Night”, es una película repleta de detalles e ideas de puesta en escena. Niza y Marsella, fotografiadas casi siempre de noche y con lluvia, se convierten en espacios desnaturalizados e inquietantes, realzada por la música etérea de George Delerue. La cámara sigue permanentemente a Barbara (Fanny Ardant), secretaria de una inmobiliaria que se convertirá casi sin pensarlo en detective, que devendrá en heroína por amor. Su jefe (Jean-Louis Trigtinant) es sospechoso de asesinato y buscado por la policía. Truffaut utiliza las constantes del cine de Hitchcock: el falso culpable, la realidad de las apariencias y el humor que se funde con el thriller.

La película es como un juego, un artificio de gran belleza plástica. A partir de estas premisas, criticar la inverosimilitud es tanto como evidenciar que no se le ha entendido en absoluto. Porque, como es notorio, la inverosimilitud forma parte imprescindible del juego, es el triunfo de la ficción, otra herencia bien asimilada del universo de Hitchcock, tan admirado por Truffaut. Esta sería su última película sin él saberlo, pues ese mismo año le detectaron un tumor cerebral que acabó con su vida el 21 de Octubre de 1983.