Cuando a alguien, como a mi, le gusta mucho el cine, se producen unas causas y unas consecuencias que lo determinan, y sin lugar a dudas esta película se encuentra entre las consecuencias.

En las causas están esas películas que te han apasionado, ese apendizaje en el que desde joven empiezas a ver los grandes clásicos del séptimo arte, donde empiezas empaparte, a leer, a disfrutar y a descubrir nuevas sensaciones y nuevos placeres a través del cine.

Llegados a este punto, buscas más y más, y mantienes la curiosidad por la evolución de este arte, no habiendo mayor placer que descubrir joyas o formas alternativas de narrar historias que puedan engarzar con tus sentimientos.

Pues bien, en esta búsqueda, este querer estar al día, este moverse en ámbitos no convergentes con lo extrictamente comercial, ves películas como esta, que sin lugar a dudas tiene una originalidad, incluso reconozco que cierto interés, pero que sin duda no suma motivo alguno para apasionarme por el cine.

El planteamiento, narrado en estética documental, no está mal, un vigilante de museo, narra su rutina, su pasado, y en un momento dado, entabla una relación con una visitante que está sóla en la ciudad velando a una familiar enferma.

A partir de ahí, una historia que podría resultar interesante, y que se inicia bien, pues el personaje protagonista describe esa rutina que todos hemos visto en los vigilantes de museos, y sobre la que nunca hemos pensado, haciéndolo con naturalidad y brillantez, y creando aún mayores expectativas con el encuentro con esa visitante solitaria. Pero lamentablemente, el director opta por poner el foco en una especie de descripción de lugares marginales, poco conocidos de Viena, donde deambulan sus protagonistas, que dejan de serlo, para ceder el testigo a una especie de cara B de la ciudad. Con esto lo que consigue, al menos en mi, es pasar del relativo interés a cierto estado de sopor donde ruído ambiente, edificios, calles, etc sustituyen a las personas, y donde el documental contemplativo elimina el argumento.