Esto no es Berlín

En su interpretación más generosa, la película aplica una lente crítica a la creación artística, y a los peligros de descontextualizar el arte. Durante una sesión orgánica de creación de arte impulsada por drogas (no está claro qué actividad tiene prioridad), un personaje no identificado grita el título de la película a un grupo de artistas y activistas: “¡Esto no es Berlín!” Este colectivo de artistas no parece muy interesante o creativo. “Pensé que se trataba de decir algo”, dice Rita con cansancio. El personaje desconocido implora al grupo que deje de idolatrar otras escenas y diga algo sobre México. No lo hacen, y tampoco la película, sufriendo el mismo diagnóstico que le da su título. Los personajes solo anhelan bailar y drogarse con Joy Division.

La incisiva comedia de modales, se convierte en una especie de telenovela. El momento más provocativo de la película ocurre cuando la banda de Rita toca en una batalla de bandas en Ecatepec. Un niño punk comenta que Carlos y sus amigos son juzgados por diferentes estándares a los rockeros de clase baja; “ustedes son los bonitos”, le dice. Pero la película engaña antes de volver al melodrama. En el tercer acto, llega a su conclusión al azar, empujando una resolución tras otra durante una noche salvaje y de consecuencias casi trágicas.

Lo que resulta más fuerte es el desdén de Sama por el arte real producido por la escena representada. El título de la película proviene de la impaciencia de un dealer de arte ante la gran incapacidad de los artistas, para hacer algo que no se derive de las tendencias europeas. Pero la superficialidad también se realiza plenamente en la pantalla. Cada pieza de actuación puesta en escena es apocada en su autoconciencia. Marina de Tavira, nominada al Oscar por “Roma”, está lamentablemente subutilizada. Las escenas pasan rápido, creando un collage disperso de imágenes provocativas sin contexto o significado, tratando de conjurar resonancia emocional por pura fuerza de voluntad.

Los mejores momentos de la película llegan pronto, antes de que los dispositivos de trama cansinos comiencen a sonar. Tomemos, por ejemplo, una escena sin palabras en la que los dos personajes principales, amigos de la escuela secundaria, intentan soplar anillos de humo de cigarrillo para impresionarse mutuamente. Es una instancia honesta y reconocible de camaradería al borde de la ingenuidad y la rebelión y aterriza con un toque mucho más ligero al de las escenas con las que estamos a punto de ser golpeados. Sama traza con audacia el viaje de Carlos con detalles vibrantes, acentuando su compromiso cada vez más performativo con su identidad, gradualmente se lanza al centro de una subcultura excesivamente indulgente pero catártica.

Se establece el entorno de la película como un lugar sexualmente igualitario. Es aquí donde las cosas comienzan a ponerse temblorosas. A medida que avanza, la película comienza a sospechar de su jerarquía de rareza, y finalmente invierte la historia. El mundo en el que Carlos ha sido bienvenido es evidentemente aterrador, él debe abordar una sexualidad que no es la suya para pertenecer a algo. La película se convierte en un retrato de hombres depredadores. Su estética nunca se pone al día con ideologías emancipadoras, se coloca al lado de sus adolescentes desenfrenados, pero no lo suficiente como para darles su propio lenguaje.

Dado que el cineasta realmente está contando sus propias experiencias de la época, incluso se concede el papel de un tío buena onda llamado Esteban, es perdonable que casi caiga presa de las trampas de una historia aleccionadora de ascenso. Pero se recupera, cuando inevitablemente separa los cabos sueltos de una amistad masculina puesta a prueba. Bajo su fachada, su melodrama de mala calidad es bastante original. El final me recuerda mucho al de ‘Güeros’ de Alonso Ruizpalacios.