Las horas muertas

Sebastián (Kristyan Ferrer) es un chico de Jalapa que se traslada a la zona costera de Veracruz para administrar el Motel Palma Real, ya que Gerry (Fermin Martínez), su tío y dueño del lugar se encuentra enfermo y tiene que salir por unos días para realizarse unos exámenes. Por lo que en un inicio lo que se muestra es la contextualización del lugar, Gerry le explica a su sobrino cómo se maneja el “hotelito”, pero también le ayuda al espectador a entender su funcionamiento.

Lo primordial en este lugar donde la gente llega única y exclusivamente a tener relaciones sexuales, es la discreción para con los clientes, el protagonista entiende esto y lo hace su bandera, rápidamente comenzará a lidiar con todo lo que eso conlleva. Pronto él comienza a entablar amistad con Miranda (Adriana Paz), una mujer que frecuenta este lugar para tener encuentros con un hombre, este es el quiebre en el guion y donde Fernández llevará su film.

Las horas muertas es parte de esta nueva ola de cine mexicano, con historias íntimas, con jóvenes realizadores y personajes, trabajos que se enfocan en dos vertientes, una en mostrar la realidad social del país y otra más enfocada en lo vivencial e intimista de sus personajes, como es el caso de la presente película, aunque una no olvida a la otra y pueden encontrarse.

Aquí tenemos una exploración de dos almas muy diferentes e incompatibles, ni siquiera contemporáneos, que en el interior de sus vidas las cosas no confluyen del todo bien, dentro del motel Sebastián pasa sus días sin más, la motivación del inicio pronto se pierde y se vuelve monótona, por otro lado, Miranda no está del todo bien en su trabajo, peor aún las cosas se ponen complicadas en el tema amoroso, las horas pasan, mueren y parecen eternas.

Las horas muertas es una película que se desenvuelve de muy buena forma, es agradable de ver, divertida en algunos tractos, maneja muchos simbolismos (la estructura del hotel vrs el trabajo de Miranda), obviamente no deja de lado cuestiones sociales, una crítica apenas en pinceladas contra las autoridades, actuaciones correctas y un entendimiento genial entre los protagonistas. Buen film.

¿Qué ocurre cuando el cineasta mexicano hace de la atmósfera una poética? ¿Es esto un asomo de aprecio por el naturalismo o una nostalgia que se creyó humilde? Lo complicado es crear una complicidad entre los ruidos cuya razón de ser no dependen de la presencia o ausencia de una cámara y la trama que se desarrolla en ese lugar –sea realidad o ficción [esas dos caras de la moneda conocida como lenguaje y en el aire siempre]– sin caer en un ambiente deletreado por el descuido. A todo espectador, evocando uno de los primeros gritos del cine en forma de travelling mostrando a nuestras pupilas el río Nilo y sus rebaños de palmeras tocadas por un viento misterioso, alegra el visitar la playa y su horizonte nombrado mar; pero a estas alturas, crear un largometraje donde además de las horas están muertas las palabras, las canciones que no existieron por apostar a un realismo inconsistente, la sensualidad agonizando en un balbuceo de poesía, es mostrar un cadáver cuya levedad no consigue un peso propio aún si la paleta de colores es un intento tiránico de azular al o la que mira y, por lo tanto, melancolizar a un par de personas que probablemente sean de los que disfrutan sólo por rendir culto al domingo una mala película de vez en cuando. Esa armonía entre lo que uno ordena y dispone como creador y lo que la naturaleza [ese escenario escapando en su serenidad a convertirse en teatro o set cinematográfico] presta enriqueciendo a dicho intento de decir algo, es en Las horas muertas (2013, Aarón Fernández) un efecto que no alcanza cenit alguno en su entrega a un desenfoque apenas soportable por el hotel, dulce hotel, de paso y la juventud ávida de aventuras anónimas y por lo tanto insólitas como anzuelo que al no dar lo que promete se queda en el limbo de descubrirse una mera carnada y regodearse en quién morderá la trampa metálica y marítima de aquél director que del suspenso apenas mostró unas vacaciones en el territorio del engaño. Si usted lector, amante del cine o neófito en aras de redimirse visualmente, busca entre las producciones cinematográficas mexicanas una experiencia donde lo que vemos frente a la pantalla ahuyente a la muerte, no se detenga en este paradero o hallará muchas palmeras y pocas nueces.

Si uno se para en una sala de cine es para que las historias que nos cuenten tengan algo extraordinario, que tenga nada que ver con la ordinialidad del diario acontecer. "Las horas muertas" sumamente mediocres, dificilmente encuentran el interés que podrían tener el encontrarse en un motel de paso al cual acuden parejas ordinarias -hasta donde el guionista se lo permita- para encuentros sexuales. La fealdad como integral es aunada al marasmo de una trama conducida por un joven que encuentra casualmente un destello fugaz de enamoramiento en el lugar, para concluir en lo que a todas luces es previsible, el primer encuentro del joven con una de las asciduas al mismo, quien como valor agregado asume su posición con lejanía de prejucios y de lo socialmente aceptado.

Las horas muertas se reviven con cine más afortunado.