La película contiene, digamos, tres historias: la tragedia de una familia argelina en los años de plomo del islamismo y la odisea del exilio; los sentimientos de culpa y reproche suscitados por el suicidio de una maestra entre sus alumnos y su reconciliación; y el difícil encaje de un (no) maestro tradicional en una escuela primaria progresiva y muy políticamente correcta.
Quizá las dos primeras tengan mayor valor general, pero, desde un punto de vista sociológico y diría que también pedagógico, la interesante es la tercera. El guión no toma abiertamente partido, pero sí un poco: es irónico con el tradicionalismo de Lazhar (la disposición de las mesas, el dictado, la colleja, sus ideas sobre el aprendizaje de la lengua extranjera...); sarcástico con el progresismo de libro del centro (rechazo de los juegos infantiles de los varoncitos como violencia, neurosis en torno al maltrato o el abuso infantiles, que relaciona con la abrumadora feminización de la plantilla) y claramente crítico con reflejos corporativos como el buenismo docente (la negativa a problematizar o siquiera a exponer el suicidio, la cortedad de las soluciones) o el ritualismo burocrático y la ceguera de la psicóloga.
A su favor -o en su contra, según para quién- tiene la película que no hay una línea de separación entre buenos y malos, acertados y equivocados, liberadores y represores, como en tanto cine educativo al uso, sino una amplia colección de personales con virtudes y defectos, fortalezas y limitaciones.