Por motivos qie se me escapan, los grandes estudios siguen pensando que el género de exorcistas está de moda. Aunque quede muy manido y muy gafapastoide, todo lo (interesante) que se podía hacer ya se hizo en la película de William Friedkin, por dos motivos fundamentales: es una sucesión de escenas memorables que agotan el material de partida y, sobre todo, el estilo es clásico, sobrio, y no recurre a ningún truco sucio. Por ello este producto es burdo y torpe, porque es incapaz de provocar en el espectador nada que no sean espasmos involuntarios ante los mediocres sustos, o una contínua sensación de incomodidad visual. Porque si hay algo que define a esta película, amigos, es que no se ve un carajo, y esto siempre es un recurso de mal cineasta. Eric Bana hace lo que puede con su papel de agente de la ley de New York con dotes extraordinarias, y el metraje se nos va en intentar conciliar la típica historia de movidas policiales chungas, la atmósfera de Seven y (repito), todos y cada uno de los tópicos de endemoniados que ya vimos en El exorcista. Para completar el aforo de despropósitos, se introduce a un Jesuita con aire de macarra de discoteca para que apoye al pobre Eric Bana en sus cuitas. En definitiva, producto que no sabe muy bien a lo que juega y que por tanto no remata ni la trama policial ni la sobrenatural.