De acuerdo, un chico puede llevar el pelo largo, pero no así como lo lleva el protagonista de «El planeta de tesoro». Hacedme caso. Puede que el fiasco de la película se deba en parte a ese mal gusto estético, quién sabe. Aburrida, cutre, sin gracia. Prefiero la versión de los Teleñecos con diferencia. Esa sí que vale la pena.

Pues Jim, con su horrible coleta y su pendiente, empieza a caerte mal desde el principio por esa imagen de quinqui futurista que nos presenta. Bien. Jim vive en una especie de Guerra de las Galaxias particular y es el típico adolescente incomprendido que sueña con algo facilito: demostrar la existencia de la leyenda del Planeta del Tesoro. En realidad lo sueña a ratos, porque el resto del tiempo se dedica a arriesgar el pellejo yendo por ahí en monopatín propulsado. Estupendo. En un momento crítico, un individuo moribundo llegará a la casa de Jim, así tal cual, y le hará entrega de algo muy valioso que desencadenará toda la irrisisible y mentecata historia. Si leyendo esto te despierta el interés, puedes acudir a un psicólogo, suicidarte o ver la película. Y créeme si te digo que no querrás ver la película.

Algunos apuntan, muy elocuentemente, una subtrama homosexual, lectura que encuentro apasionante y a la que me uno sin reservas. De hecho, solo de esa manera se le puede sacar a «El planeta del tesoro» algo de carne y jugo. Solo un poco. Muy poco. Cuanto más la pienso, más espantosa me parece. Los personajes van a la deriva, el protagonista tiene cero carisma, las historias secundarias matan tus neuronas, el humor no existe y la acción la he olvidado por completo. Sin emoción, sin tensión, sin chispa ni encanto.

Un desperdicio de millones e imaginación... si es que a eso se le puede llamar imaginación. A flotar por el espacio y bien lejos, por favor.