Las películas de western tienen un denominador común, pocas conversaciones, carencia de reflexiones de interés con la única posibilidad de diálogo a través de los puños, los fusiles y las pistolas.

Robert Aldrich nos sumerge en un México sumido en una guerra entre los partidarios del Emperador Maximiliano y los Juaristas, la necesidad de ganar el enfrentamiento pasaba necesariamente por la consecución de ingentes cantidades de oro para hacerse con armas y con mercenarios dispuestos a combatir al mejor postor.

Dos rutilantes estrellas iluminaban el camino del film, un siempre consecuente y sólido Gary Cooper y un enervante Burt Lancaster que con su sonrisa de serpiente nos hace verle con la misma confianza con la que miraríamos un billete de tres euros.