Todo piano evoca un recuerdo, todo pianista tiene algo que contar en sus melodías, todo genio pierde el juicio, todo brillo desprende un resplandor que se convierte en el fulgor de una llama que nos ciega por su intensidad descontrolada.

Ciegos son mis oídos cuando de nuevo se transportan embelesados por el sonido que emite el genio, sin juicio, en un piano que nos cuenta, nos transmite todo lo que una vida ha sido para él. Sus recuerdos.

Recuerdos compartidos, pues una presencial infancia se convierte en una dura prueba en busca de ganadores, y una amarga adolescencia se torna oscura con un padre que ama sus temores y quiere controlar la gloria cuando entre las manos de este artista se esconden notas que no todos pueden alcanzar.

Todo fin tiene un comienzo, pues una proeza máxima se convierte en destello centelleante y un exceso de belleza pierde al genio entre sus partituras para siempre, puesto que cuando yo acertaba a acomodar mi vista a su presencia de nuevo, como si compartiera la estancia con un viejo conocido de la niñez, él perdía el sentido y desdibujaba el significado de todo lo conocido, de las normas básicas, de su respeto y su control. Perdido en su genialidad sólo comenzaba a encontrar su lugar en el mundo.

Todo piano suena una vez más. Todo pianista recuerda la melodía que tocar con los ojos cerrados, sin necesidad de partitura, ni tan siquiera de un piano, todo brillo atrae nuestra atención sin importar el motivo que nos lleva de nuevo a descubrir que la hermosura se esconde en ese fulgor de estrella que todo genio descuidado esconde donde sólo nosotros sabemos buscar.