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Voto de Antonio Morales:
8
Drama. Intriga. Cine negro Richard Harland (Cornel Wilde), un joven escritor, conoce en un tren a Ellen Berent (Gene Tierney), una bellísima mujer con la que se casa pocos días después. La vida parece sonreírles, pero Ellen es tan posesiva y sus celos son tan enfermizos que no está dispuesta a compartir a Richard con nadie; tanto amigos como familiares representan para ella una amenaza de la que intentará librarse, provocando la desgracia de quienes les rodean. (FILMAFFINITY) [+]
14 de mayo de 2015
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
John M. Stahl es otro de esos directores infravalorados que realizó un puñado de películas muy interesantes durante los años dorados del cine clásico, resulta extraño el desdén con que se trata su filmografía y los pocos estudios sobre su persona. Uno de sus mejores trabajos, que se mantiene como paradigma del melodrama es “Que el cielo la juzgue”, según lo veo yo, tiene un argumento de cine negro en clave de melodrama puro, su interés radica en su exposición y tratamiento de un atractivo temario (el sexo, la mujer, las relaciones conyugales y amorosas, la infidelidad, la insatisfacción…), la película está basada en una novela de Ben Ames Williams, y tiene todo el sabor característico del relato policíaco.

No es casual los interrogantes que se plantean desde el comienzo del film: ¿Quién es Richard Harland (Cornell Wilde)? ¿Y quién es la mujer que le espera, Ellen Berent (Gene Tierney) ? ¿Por qué Richard pasó dos años en prisión? Las respuestas a todo ello y muchas cosas más, se encuentran en el largo “flash back” que empieza en ese momento del relato. Lo que sigue es el desarrollo de una fascinante intriga, la conducta criminal basada en el engaño y la manipulación. Pero por encima de otras consideraciones, el film es la más palpable demostración de la poderosa personalidad de John M. Stahl, un director que todavía carga con el sambenito de haber sido algo así como el “precursor” de Douglas Sirk, básicamente porque éste último filmó durante los años cincuenta sus memorables remakes de los films que había hecho Stahl durante los años treinta.

Aunque en este film pueden apreciarse detalles que el espectador identifica con el melodrama de Sirk: la función dramática del escenario natural de un lago, o de unas gafas de sol, o de un color chillón contrastado con un azul celeste, o el significado que adquiere una partitura romántica (preferentemente Schumann, Chopin o Liszt) insertada en un momento determinado de una secuencia; o la magnífica utilización narrativa de sentimientos límite, al borde de la locura. Todo ello es fruto del talento de Stahl, anticipándose a los grandes trabajos de Sirk. Aquí busca la intensidad por el contraste mediante una mirada poética, a veces con tonos alucinados, hacia el melodrama de psicología criminal, pues en cada uno de los planos existen referencias psicoanalíticas.

Pero por encima de todo, lo que confiere intensidad a la obra es su puesta en escena de exquisito refinamiento e indudable energía que, ayudado por un magnífico colorido gracias al operador Leon Shamroy, aproxima al espectador a los personajes a partir de sus sentimientos más extremos, o más dulces, o más poéticos, o más turbios, nunca marcados por el signo de la indiferencia o de lo cotidiano. Cuando los personajes se relacionan, se aman o se odian, son mostrados por el cineasta con agudeza, sensibilidad y con gran fuerza emotiva. La película está impregnada de una atmósfera peculiar e irrespirable, la música de Alfred Newman sirve de contrapunto a la historia, los actores rayan a gran altura destacando una Gene Tierney sublime.
Antonio Morales
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