¿Quién no ha soñado despierto alguna vez? Superpoderes, épicos triunfos deportivos, la lotería, ascensos laborales, amores imposibles… escojan el suyo. Pues bien, Walter Mitty (Ben Stiller) también lo hace, solo que para no él no se trata de algo puntual, sino de un mecanismo con el que escapa a diario de su anodina vida. Podríamos decir que el bueno de Walter dejó de perseguir sus sueños hace tiempo, pero que no por ello renunció soñar.
Con este punto de partida, La vida secreta de Walter Mitty consigue transmitir un notable cúmulo de emociones al espectador a través las vivencias que acontecen a Walter. Esto se debe a que Stiller no se limita a ofrecernos una comedia de esas a las que nos tiene acostumbrado, ni tampoco una película romántica, ni de aventuras. Aunque quizá contenga elementos de todos esos géneros, la película va mucho más allá, convirtiéndose en una entretenida fábula cargada de metáforas.
Las actuaciones de Ben Stiller y Kristen Wiig (la compañera de trabajo que servirá de motivación a Walter) son más que aceptables, no quedándose atrás las de Adam Scott y Sean Penn. Aunque si un aspecto resulta especialmente destacable es la cuidada fotografía del film, apreciable desde los propios créditos de inicio, y que, acompañada por una acertada banda sonora, convierte el visionado de los 114 minutos de metraje en un placer para los sentidos.
En cualquier caso, independientemente de los aspectos más técnicos, si la película es especialmente recomendable no es sino por su mensaje de optimismo y energía, que provocan que, al hacerse la luz, muchos de los espectadores abandonen la sala con una sonrisa dibujada en el rostro.

¿Cuál es la clave del éxito? Difícil saberlo. En cualquier caso, sí podemos afirmar con rotundidad que las cifras de recaudación y asistencia de "ocho apellidos vascos" representan un logro sin equivalente reciente para el cine español. Un soplo de aire fresco para una industria necesitada de respiración asistida.

A ojos de un estricto crítico de cine, la película podría parecer demasiado simple, con tópicos redundantes y enredos vistos hasta la saciedad. Pero si ese crítico abandonara sus pensamientos y oyese a su alrededor, seguramente escucharía como una y otra vez la sala es inundada por un estruendo de carcajadas. ¿No es ese el objetivo de una comedia?

La sencillez puede ser una virtud, y ocho apellidos vascos es claro ejemplo de ello. Porque los tópicos no resultan cargantes si los conduce un guión ágil, con interpretaciones a la altura (destaca sobremanera la de Karra Elejalde), y se usan para tratar sin complejos temas hasta hace poco tabú (se nota claramente la experiencia del guionista Borja Cobeaga en Vaya Semanita).

Si buscan una película que les haga reflexionar sobre el sentido de la vida, me temo que ésta no será de su agrado; pero si lo que pretenden es disfrutar de 98 minutos de una entretenida comedia de enredo, entonces no duden en ir a conocer la historia de Rafa (Dani Rovira), el andaluz que rompió fronteras para intentar conquistar a la vasca de sus sueños (Clara Lago).