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Críticas de Andrés Vélez Cuervo
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Críticas 40
Críticas ordenadas por utilidad
10
5 de junio de 2007
25 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me confieso como admirador de Lars Von Trier, sin embargo, tarde me acerco a esta película, la cual, sabiendo que era uno de sus primeros trabajos, empecé a ver con mucho tiento, pues esperaba encontrar esos típicos tropiezos y malos tragos de los inicios de carrera de quienes se convierten con la experiencia en grandes de su arte. Sin embargo mi proceso y gozo como espectador ha sido equiparable al arco de desarrollo de la película misma; gigantesco.
Cualquiera esperaría que tan brillante obra de metatextualidad fuese un producto maduro, o de ser joven, fuera desafortunado, pero en este caso tenemos una obra impecable, llena de todo el humor negro que es connatural a este creador.
Desde el uso de diferentes calidades de imagen que se terminan confundiendo, hasta el proceso creativo que termina sobrepasando las barreras de su género, como sobrepasa la criatura a su creador, al mejor estilo de Milton o Shelley, la película muestra con muy buen gusto cómo transgredir las normas genéricas sin atentar absurdamente contra el espectador. Y ya que nos mencionamos, es de aplauso cómo se anticipa permanentemente a las expectativas del lector, pues zigzaguea de tal manera en la línea de la tradición metatextual que cuando llegas al final, lo que sabes obvio, te logra sorprender.
De verdad los invito a ver esta película, con la que descubrirán el germen, brillante desde la siembra, de este gran cineasta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Andrés Vélez Cuervo
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6
10 de setiembre de 2015
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hablo con toda franqueza al decir que Kiş Uykusu (Sueño de invierno), la película del director turco Nuri Bilge Ceylan sobre Aydin (Haluk Bilginer), un intelectual actor de teatro retirado en un pintoresco pueblito de Anatolia, sencillamente no me gustó.
Ahora, que no me haya gustado no quiere decir que no sea una excelente película. Declaro aquí que el juicio de gusto y el de valor, si bien pueden ir de la mano o estar enlazados motivándose y dándose coba el uno al otro, son cosas diferentes que incluso pueden ir en contravía. Si esto no fuera cierto no existirían los “placeres culpables”. Si hace usted el ejercicio, seguro logra dar con un ejemplo de algo objetivamente genial que no le gusta ni un pelo y de algo que objetivamente es una basura pero que a usted le encanta irremediablemente. A mí por ejemplo me enamoraron desde chiquillo las películas de Van Damme, que son malas hasta decir “basta” en su mayoría, pero que aun así seguiré viendo y gozando como un niño sin importar cuánto vea, cuánto lea, cuánto escriba y cuánto afine el cerebro y los sentidos.
Con este largo turco, en cambio, me pasa todo lo contrario. Cosa engorrosa, porque es harto complicado abordar una película que no atrapó mi gusto, cuando la reconozco francamente buena y, échele más leña al fuego, cuando lleva a sus espaldas el respaldo crítico del premio más importante del mundo; en 2014 Kiş Uykusu obtuvo en Cannes la Palme d’Or, lo que supone una ratificación crítica de una valía que argumento a continuación.
Hay que arrancar aplaudiendo su complejo ejercicio de intertextualidades con obras de grueso calibre de la historia teatral. Empecemos por Calígula de Albert Camus, de la que bebe a chorros (hasta un análogo de Incitatus, el célebre caballo nombrado cónsul, aparece aquí) y de la que lleva su relato de traiciones, venganzas y muerte al terreno de los dramas íntimos, a través del eje protagónico de Aydin, quien en vez de ser un perverso asesino es aquí un huraño intelectual con unas relaciones humanas envenenadas a cuentagotas hasta el odio, y quien, en vez de conducir su vida hacia la destrucción material, la encamina hacia una especie de muerte de lazos humanos. Luego está la obsesiva presencia física y esencial de obras de Shakespeare como Otelo, otro gran suicida, de la cual se toma incluso el título para nombrar al hotel que le pertenece al protagonista; Antonio y Cleopatra, que nutre y complejiza al personaje de Nihal (Melisa Sözen), la joven esposa de Aydin, y por supuesto, El sueño de una noche de verano, de la que el mismo título de esta obra de Ceylan se alimenta dándole un giro que señala ese asunto de la soledad y el enfriamiento humano, omnipresente en la película.
De hecho, lo teatral va más allá de las intertextualidades, y se apodera incluso de la forma dramática, quitándole casi por completo la importancia a la acción para otorgársela a unos tremendo diálogos llenos de una inquietante naturalidad que los hace falibles en la argumentación, susceptibles al acaloramiento y vulnerables a la redundancia. Todo el metraje está lleno de diálogos y estos, a su vez, repletos de meandros éticos y de emociones humanas que se dejan ver progresivamente en un arco de transformación que empieza en la absoluta y serena cortesía, pasa por la falsa amabilidad y la silenciosa agresión, y desemboca en la encarnizada y ponzoñosa puñalada. (Cómo los actores lograron afrontar estos papeles tan colosalmente complejos de una manera tan impecable es aún un misterio para mí).
Y todo esto, sumado a unos momentos llenos de poesía visual estratégicamente apostados (mis favoritos los frecuentes juegos de composición con espejos que parecen estar ahí como estorbando en la escena, pero que se convierten en alaridos simbólicos de acción en medio de tanta palabra), hace que este sueño invernal se convierta en un ejercicio intelectual complejo y retador, cosa que siempre es bienvenida en el arte.
Pero con todo y eso la película no me gustó, y no me gustó porque aunque me ofreció mucho, cosa que le agradezco, sencillamente no logró colarse en mi alma y darle palo, no logró emocionarme, transportarme, hechizarme, arrastrarme, vulnerarme. Llámeme reaccionario, pero para mí la moción de las pasiones es la esencia misma del arte, y esta película, quizá por lo densa, quizá por lo larga, quizá por lo turca (qué sé yo), no me movió nada más que el cerebro, al que, eso sí, puso a trabajar a toda marcha.
El gusto es como un niño casposo: consentido, caprichoso, cambiante, quisquilloso y, sobre todo, único, así que quizá cuando usted entre en este largo y duro sueño de invierno no solo compruebe su valía, sino que además se enamore.
Andrés Vélez Cuervo
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8
10 de setiembre de 2015
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando uno ha recibió toda su infancia andanadas interminables de metraje bíblico cada Semana Santa, se le va generando una especie de callo seco, duro y denso que al final produce una extraña aversión por el cine de este tipo. Además, las ñoñerías tan comunes de muchas de las películas de contenido religioso pueden producir arcadas. Siendo esto así, enfrentarse a The King of Kings, una película de los años veinte sobre los últimos días de la vida de Jesús, resulta ser una experiencia, inicialmente, poco atractiva.
A pesar de esto, la primera impresión que me llevé de esta película fue harto curiosa y estimulante: María Magdalena (Jacqueline Logan), el personaje con el que arranca el largometraje, un putononón de miedo, caracterizada con toda la influencia exotista del Art Déco, se deleita frotándose los morros contra los bigotes de un leopardo (así como lo lee usted) y luego, cuando se entera de que un vago de nombre Jesús está reteniendo a su machote, Judas Iscariote, y metiéndole en la cabeza ideas locas en contra del buen gusto de la opulencia y el hedonismo, no se le ocurre decir cosa más natural que esta:
“Harness my zebras, gift of the Nubian King! This Carpenter shall learn that he cannot hold a man from Mary Magdalene!”
Y sí, en efecto, le preparan una modestita carroza tirada por cebras, nada menos que para ir a ver al mismísimo hombre que se declara hijo de Dios. Ahí es cuando uno piensa “puto Judas, pero qué mujeronón se ha levantado, yo quiero una de esas aunque me queme en el infierno”. Lástima que a semejante maravilla del género femenino luego Jesús le limpie los pecados (aunque, eso sí, esa es una secuencia genial porque literalmente le borra los fantasmas de sus vicios en un instante, haciendo visible en pantalla todo su poder redentor), y más aún, que DeMille la haya olvidado luego casi por completo como personaje y la haya relegado a ser relleno para dar, como era obvio, todo el protagonismo al mesías.
Después de esa genial experiencia inicial, el director ya me tenía en el bolsillo. Entonces hay que aguantar toda la bondad pastel de Jesús durante un rato, curando pobres enfermos y esas nimiedades por las que se ha hecho famoso. Ahora bien, es un justificadísimo sacrificio y ayuno para lo que se viene luego: la pasión. Aquí es cuando la película cobra una relevancia especial.
En efecto, desde el principio se es testigo de una mega-producción desmesurada, pero DeMille sabe dosificar tanto la extravagancia en los recursos como su talento visual, dejando lo mejor de la película para lo mejor de la historia de Jesús. The King of Kings se transforma desde el momento en que su protagonista es atado a un poste para recibir una lluvia de latigazos que solo atestiguamos a través de las sombras. Desde ese momento todo se vuelve poesía visual y atención al detalle. Mis momentos favoritos: aquella escena en que Jesús empieza a arrastrar su pesada cruz y DeMille solo deja ver la punta final de la misma y los pies de los soldados romanos y de los curiosos espectadores del viacrucis, aquella otra en que un ave de rapiña se posa en la cruz de uno de los ladrones que acompañan en su tortura a Cristo y, la mejor de todas, la de Judas colgando ahorcado de un árbol mientras un terremoto lo destruye todo con la furia de un dios salido de sus casillas.
La pasión de Cristo se ha llevado al cine de muchas maneras, pero este caso temprano es una demostración de que la mejor de las formas de hacerlo es a través de la más poética de las visceralidades. Afrontémoslo, la figura de Jesús no ha trascendido al tiempo de la manera en que lo ha hecho solo por sus tiernas enseñanzas de amor y solidaridad, sino porque la imagen de un hombre hecho añicos, clavado de pies y manos a un par de palos es una rotunda barbaridad que hechiza los sentidos como pocas (además es un caso raro de salvaje violencia gráfica apta para absolutamente todos los públicos). DeMille parece tenerlo claro y es por eso que se regodea en el dolor y el sacrificio, y es allí en donde demuestra por qué fue uno de los grandes de su época.
Si bien no la primera de ellas, The King of Kings es seguramente, además, la gran referencia del cine bíblico silente sobre la figura de Jesús (el título de la pionera le pertenece a Vie et passion du Christ, de Ferdinand Zecca y Lucien Nongue en 1905, con una segunda versión dos años después que fue la que verdaderamente tuvo notoriedad).
Sin duda alguna no deja de resultar extraña la experiencia de ver una película sobre Jesús de hace casi cien años de antigüedad, haciendo un paréntesis en el consumo frenético de imagen en movimiento contemporánea, pero por los clavos de Cristo que vale la pena.
Andrés Vélez Cuervo
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10
10 de setiembre de 2015
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
“If you don’t have ability you wind up playing in a rock band”

Nadie se me vaya a ofender por estas palabras, el mensajero no tiene la culpa. Esta frase poco diplomática, tenga o no razón, pertenece a alguien con toda la autoridad para decir cosa semejante, Buddy Rich, el gigantesco baterista de Jazz neoyorquino, y sirven de inspiración al protagonista de Whiplash, Andrew Neyman (Miles Teller), para alcanzar su objetivo de llegar a ser tan grande como quien las dijo. El bueno de Buddy mira a Andrew, con cara de pocos amigos detrás de un platillo, desde un recorte pegado en la pared de su cuarto, para que de ninguna manera se le vaya a olvidar a ese chiquillo lleno de talento para golpear los parches y metales de la batería, que el éxito depende de su habilidad, que no será producto del azar de su genética prodigiosa, de la casualidad milagrosa de las rezanderas, ni mucho menos del trabajo de terceros, y que si quiere lograr su meta, debe consagrarse a un trabajo continuo y sacrificado.
El nombre de Damien Chazelle, el director de esta estupenda película, no lo conocía ni Dios, hasta que en 2013 se llevó el premio al mejor cortometraje en el Sundance Festival, con un corto del mismo nombre que esta película y que sería además su semilla. Un año después, su largometraje se llenó de nominaciones y premios, y con toda razón, porque Whiplash es una de las mejores películas de 2014, y sin duda la favorita de quien escribe, por ser un largometraje plagado de pericia audiovisual, con unos movimientos de cámara tan inteligentes y afines al desarrollo argumental y emocional de la película que hacen erizar los pelos; con unos planos dignos de enmarcar que arrugan de emoción el alma; con un montaje digno de ovaciones pensado a partir del beat, y con unas actuaciones merecedoras de todos los reconocimientos que han cosechado (tanto Milles Teller como J.K. Simons actúan aquí como si se les fuera la vida en ello).
Pero por encima de todo es una de las mejores de 2014 y mi favorita personal porque es en sí misma un recordatorio de algo que nuestras cómodas sociedades del siglo XXI necesitan tener siempre presente, tanto como los peces necesitan el agua: el éxito no es para los mediocres, la gloria no es para los llorones, la genialidad no es para los vagos. La grandeza demanda sacrificio. En cierto momento Fletcher (J.K. Simons), aquel energúmeno director musical que empuja a Andrew hasta el límite de lo éticamente aceptable, suelta como una bofetada esta perla lapidaria: “No hay dos palabras en nuestro idioma más dañinas que ¡buen trabajo!”, y cuánta razón parece tener este loco genial. En los tiempos que corren en los que a los niños se les dan medallitas solo por participar, en los que se nos enseña desde que estamos en pañales que es más importante la tranquilidad de la mediocre y segura monotonía que los esplendores del triunfo y la trascendencia, en los que el metrónomo de la buena conducta es la espantosa corrección política, la reflexión de esta película se hace, como poco, indispensable. No se me malinterprete, está muy bien que el racero de conducta contemporáneo no sea la obsesión ciega por la victoria que nos convierta en dementes inescrupulosos, pero ¿a dónde fue a parar la sana y visceral pasión que lleva a la grandeza?
Por allá en el 86 el Indio Solari hablaba sobre los psicópatas y venía a decir, básicamente, que serían los hombres más aptos, los héroes del siglo XXI “la desgraciada vanguardia de un nuevo sistema nervioso”. Aquel músico argentino sabía bien que en nuestras sociedades de la corrección política y las camitas mulliditas del anonimato, el psicópata campa a sus anchas aplastando(nos) a los zombificados mediocres con una facilidad pasmosa. Y es en esa realidad en donde Whiplash propone un nuevo tipo de heroicidad, una que en realidad ya había sido inventado hace marras pero que tenemos casi olvidada. El artista aquí es el nuevo héroe enfrentado, ya no a fuerzas externas, sino a un enemigo qua ha anidado dentro a punta de presión social. Así, Jim Neyman (Paul Reisner), el padre de Andrew, es la ejemplificación de esa moral hogareña llena de comodidad, tedio y miedo. Cargado de sincero convencimiento, intenta “proteger” a su hijo de la grandeza, porque claro, el mundo de la gloria es desconocido, peligroso y apabullante.
El mismo Andrew pone sobre la mesa la duda de si existe una línea hasta donde se pueda ir, si todo sacrificio está justificado en la persecución de la gloria. Pues bien, si a mí me lo preguntan, tratándose del arte, esto es un deber; en palabras de Fletcher, es “una necesidad absoluta” cobrar valentía y andar el camino del héroe, enfrentarse a lo desconocido fuera de la zona de confort, luchar contra el mundo entero si es menester, morir por dentro si es el caso y resucitar en el brillo de las grandes obras. Aunque claro, siempre se puede uno quedar a la fresca sombra de los grandes esperando a que la gravedad arroje sus frutos. Pues bien, si es Andrew Neyman el ejemplo a seguir o es en cambio una abominación moral patológica es algo que no puedo juzgar por usted, así que lo invito a enfrentarse a esta magnífica obra de arte y decidirlo. En cuanto sea posible, especialmente si es usted una persona con una pasión en la vida, vaya al cine a disfrutar de una película que, con suerte, le puede cambiar la vida.
Andrés Vélez Cuervo
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7
29 de diciembre de 2015
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Alguna vez tuve la oportunidad de visitar a un grupo de mujeres que habían sufrido maltrato a manos de sus parejas. El asunto se había convertido en casi una moda mediática en aquel momento y todos los días era bombardeado por historias de violencia de género. La curiosidad y la casualidad me llevaron a reunirme con esas mujeres. Lo que me encontré allí fue muy distinto a lo que los medios habían dibujado en mi cabeza. Estas mujeres no eran víctimas indefensas y sumisas; eran personas recias en una compleja lucha interior contra una patología que en muchos casos las impelía a correr de vuelta a los brutos brazos que tantas veces las habían apaleado. Como polillas enamoradas del fuego, estas mujeres habían desarrollado, a fuerza de años y años de maltrato físico y psicológico, una especie de enfermiza dependencia narcótica. Así pues, en el proceso de cambiar sus vidas, debían no solo huir física y emocionalmente de sus agresores, sino también de ese vínculo patológico. Allí vi vergüenza, miedo y cansancio, pero también una tenacidad rotunda.
Víctima mediatizada, la mujer maltratada se ha llegado a convertirse en muchos lugares en herramienta de propaganda y en un faro de identificación fácil que ha producido representaciones, reales y ficticias, reduccionistas y maniqueas. Según como yo lo veo, esto implica menosprecio, injusticia y falta de respeto hacia esa clase de mujeres que conocí en aquella visita.
Cuando me senté en el cine a ver Refugiado, la nueva película de Diego Lerman, estaba más que prevenido, puesto que temía ver ese tipo de representación de la mujer maltratada que me resulta pobre y molesta. A fin de cuentas lo único que sabía de esta película era que narra la historia de Matías (Sebastián Molinaro) y su madre Laura (Julieta Díaz), quienes tienen que escapar de su propia casa porque Fabián, el padre de Matías, ha cruzado la raya en sus maltratos hacia Laura quien ya no aguanta más y por fin ha reunido el coraje para dejarlo atrás.
Por fortuna, me llevé una muy grata sorpresa al ver la forma en que Lerman abordó el tema en cuestión y al gozarme su propuesta narrativa y audiovisual.
A través de una fotografía magníficamente expresiva a cargo de Wojtek Staron, en la que destacan el contraste y los agobiantes planos cerrados, se nos presentan los dos personajes protagónicos sumidos en una oscuridad opresiva cuyas fronteras hacia la luz están muy cerca, al alcance del tacto de los personajes que, a pesar de ello, no pueden cruzarlas. A esto se suma una constante tensión comunicada mediante los puntos de vista de esa madre y su hijo que escapan de un hombre despersonalizado que no es más que una presencia, una voz, una sombra que les pisa los talones (escapa así el director de ese discurso feminista deformado e innecesariamente incendiario en el que el género masculino se sataniza como enemigo).
Lerman se sirve de recursos del cine y la narrativa de terror, especialmente del de la figura del miedo, para materializar no solo la angustia del perseguido, sino también el conflicto interno de atracción, liberando así este asunto delicado y espinoso de toda sensiblería, condescendencia y lugares comunes. Le añade a esto una interesante propuesta narrativa, que bebe incluso del cine de aventura, llevándonos a recorrer con los personajes una sucesión de espacios que conducen a la meta del escape y liberación física y emocional. Logra entonces alcanzar un realismo profundo en unos personajes cuidadosamente dibujados y materializados mediante actuaciones innegablemente virtuosas (qué potente está Julieta Díaz, por ejemplo, en esa secuencia en que hace su denuncia por maltrato; confundida, titubeante, aterrada, desconfiada) que da cuenta de ese proceso serio de investigación y escritura que tanto se echa de menos en el cine de muchos realizadores actuales.
Lerman alcanza además momentos de sensibilidad estética francamente impresionantes especialmente al jugar con el punto de vista de Matías, ese niño de siete años quien comprende el peligro que corre su madre, lo que le genera terror, pero quien a la vez extraña a su padre. Ese niño que a pesar de su situación de desarraigo y tensión puede evadirse y ser feliz donde lo pongan porque aún interpreta la realidad con la inocencia encantada del juego.
Andrés Vélez Cuervo
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