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Voto de Andrés Vélez Cuervo:
6
Drama Aydin, un actor jubilado, dirige un hotelito en Anatolia central con la ayuda de su joven esposa, de la que está muy distanciado, y de su hermana, una mujer triste porque se acaba de divorciar. En invierno, a medida que la nieve va cubriendo la estepa, el hotel se convierte en su refugio y en el escenario de su aflicción. (FILMAFFINITY)
10 de setiembre de 2015
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hablo con toda franqueza al decir que Kiş Uykusu (Sueño de invierno), la película del director turco Nuri Bilge Ceylan sobre Aydin (Haluk Bilginer), un intelectual actor de teatro retirado en un pintoresco pueblito de Anatolia, sencillamente no me gustó.
Ahora, que no me haya gustado no quiere decir que no sea una excelente película. Declaro aquí que el juicio de gusto y el de valor, si bien pueden ir de la mano o estar enlazados motivándose y dándose coba el uno al otro, son cosas diferentes que incluso pueden ir en contravía. Si esto no fuera cierto no existirían los “placeres culpables”. Si hace usted el ejercicio, seguro logra dar con un ejemplo de algo objetivamente genial que no le gusta ni un pelo y de algo que objetivamente es una basura pero que a usted le encanta irremediablemente. A mí por ejemplo me enamoraron desde chiquillo las películas de Van Damme, que son malas hasta decir “basta” en su mayoría, pero que aun así seguiré viendo y gozando como un niño sin importar cuánto vea, cuánto lea, cuánto escriba y cuánto afine el cerebro y los sentidos.
Con este largo turco, en cambio, me pasa todo lo contrario. Cosa engorrosa, porque es harto complicado abordar una película que no atrapó mi gusto, cuando la reconozco francamente buena y, échele más leña al fuego, cuando lleva a sus espaldas el respaldo crítico del premio más importante del mundo; en 2014 Kiş Uykusu obtuvo en Cannes la Palme d’Or, lo que supone una ratificación crítica de una valía que argumento a continuación.
Hay que arrancar aplaudiendo su complejo ejercicio de intertextualidades con obras de grueso calibre de la historia teatral. Empecemos por Calígula de Albert Camus, de la que bebe a chorros (hasta un análogo de Incitatus, el célebre caballo nombrado cónsul, aparece aquí) y de la que lleva su relato de traiciones, venganzas y muerte al terreno de los dramas íntimos, a través del eje protagónico de Aydin, quien en vez de ser un perverso asesino es aquí un huraño intelectual con unas relaciones humanas envenenadas a cuentagotas hasta el odio, y quien, en vez de conducir su vida hacia la destrucción material, la encamina hacia una especie de muerte de lazos humanos. Luego está la obsesiva presencia física y esencial de obras de Shakespeare como Otelo, otro gran suicida, de la cual se toma incluso el título para nombrar al hotel que le pertenece al protagonista; Antonio y Cleopatra, que nutre y complejiza al personaje de Nihal (Melisa Sözen), la joven esposa de Aydin, y por supuesto, El sueño de una noche de verano, de la que el mismo título de esta obra de Ceylan se alimenta dándole un giro que señala ese asunto de la soledad y el enfriamiento humano, omnipresente en la película.
De hecho, lo teatral va más allá de las intertextualidades, y se apodera incluso de la forma dramática, quitándole casi por completo la importancia a la acción para otorgársela a unos tremendo diálogos llenos de una inquietante naturalidad que los hace falibles en la argumentación, susceptibles al acaloramiento y vulnerables a la redundancia. Todo el metraje está lleno de diálogos y estos, a su vez, repletos de meandros éticos y de emociones humanas que se dejan ver progresivamente en un arco de transformación que empieza en la absoluta y serena cortesía, pasa por la falsa amabilidad y la silenciosa agresión, y desemboca en la encarnizada y ponzoñosa puñalada. (Cómo los actores lograron afrontar estos papeles tan colosalmente complejos de una manera tan impecable es aún un misterio para mí).
Y todo esto, sumado a unos momentos llenos de poesía visual estratégicamente apostados (mis favoritos los frecuentes juegos de composición con espejos que parecen estar ahí como estorbando en la escena, pero que se convierten en alaridos simbólicos de acción en medio de tanta palabra), hace que este sueño invernal se convierta en un ejercicio intelectual complejo y retador, cosa que siempre es bienvenida en el arte.
Pero con todo y eso la película no me gustó, y no me gustó porque aunque me ofreció mucho, cosa que le agradezco, sencillamente no logró colarse en mi alma y darle palo, no logró emocionarme, transportarme, hechizarme, arrastrarme, vulnerarme. Llámeme reaccionario, pero para mí la moción de las pasiones es la esencia misma del arte, y esta película, quizá por lo densa, quizá por lo larga, quizá por lo turca (qué sé yo), no me movió nada más que el cerebro, al que, eso sí, puso a trabajar a toda marcha.
El gusto es como un niño casposo: consentido, caprichoso, cambiante, quisquilloso y, sobre todo, único, así que quizá cuando usted entre en este largo y duro sueño de invierno no solo compruebe su valía, sino que además se enamore.
Andrés Vélez Cuervo
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