Va para cuarenta años que en un cine de Vitoria, creo que era el Astoria (me dicen que ahora venden trapos de Zara), me junté con Valdano, que entonces jugaba en el Alavés, y con su madre, imaginé, sacando las entradas para ver La Raulito. Era una sesión a la que algunos alaveses llegaban aún con el farias del café completo, y lo remataban con un Garvey en el ambigú; posiblemente las cuatro o cuatro y media de la tarde. Las entradas eran numeradas y quienes no querían tener problemas las habían reservado la tarde anterior o aquella misma mañana. Claramente eran otros tiempos; la oferta de entretenimiento no era tan abundante y la afición al cine era muy superior a la actual.

No he vuelto a ver la película que contaba la historia de una criatura de las calles y las cárceles, aficionada del Boca Juniors y con más hechuras de muchacho asilvestrado que de jovencita con alguna posibilidad de futuro digno.
Es cierto que la realización de Lautaro Murúa, en la que había puesto gran interés la protagonista, tuvo bastante éxito en aquellos días en España y que sirvió para que la interpretación de Marilina Ross, ya conocida en Argentina, le proporcionara laburo en nuestro país cuando hubo de exiliarse por motivos políticos. Aquí trabajó, en papeles principales, para directores como: Alfonso Hungría, Gonzalo Suárez, Jaime de Armiñán o González Gómez Leite.

En este ejercicio de recuerdo, donde tan importante es la obra cinematográfica como las adherencias del tiempo, la imagen de un híbrido humano simple, desenfadado y sensible, es la que ha prevalecido. La persona (María Esther Duffou) que convirtió en personaje Marilina, sobrevivió algo más de treinta años a la película, arrastrando todas las miserias y desamparos de una infancia y adolescencia cruel que la dejarían marcada de por vida; con el único calorcillo de la afición futbolística que la permitió seguir llorando y riendo, sin lágrimas y sin dientes.