El cine (sobre todo el de ficción, dejemos a un lado el documental) debería de ser algo más que lo que Iciar Bollain propone aquí: una reconstrucción de intención ejemplarizante de una historia real y candente (al margen de que la causa esgrimida pueda ser correcta, honesta e interesante). En el cine de ficción (y en el libro) debería ser tan buen punto de partida la historia de un etarra arrepentido como la de uno recalcitrante y la de una víctima abierta a la compresión y el perdón como la de una cerrada en el rencor y el odio. El añadido a ese punto de partida (dramático, intrigante, ingenioso, cómico, filosófico, etcétera) sería lo que marcara el interés y valor artístico del producto. Pero sucede que un sermón es un sermón, independientemente de lo acertado de su contenido. Y el cine no es sermonear, aunque no deje al margen la realidad social, ni siquiera la más inmediata. El cine creativo es apuntar hacia algo, hundir en algo el escalpelo, hacer que choquen mundos y conceptos. Y debería ser el espectador el que, vista la película, trazara sus conclusiones e hilazones con el mundo real. Nada que objetar, por supuesto, a la interpretación de los actores, probablemente el mayor valor artístico de este film: enorme Blanca Portillo como Maixabel y el siempre solvente Luis Tosar como terrorista arrepentido, así como los también destacados María Cerezuela (como hija de la protagonista) y Urko Olazábal (como miembro del comando de Tosar). Y, sin duda, seguiré viendo cada nueva película de Bollaín, porque siempre son interesantes, aunque no acaben de convencerme.