Veo pocas películas alemanas y casi todas me gustan. Ésta no es una excepción.

El matrimonio decide ir a visitar a sus hijos a Berlín para darse cuenta de que son unos perfectos desconocidos; viajan al Báltico, ya que el marido no quiere ir a Japón, como tantas veces le ha propuesto su esposa, enamorada del país asiático. Él es excesivamente metódico, apático, parece como si todo le resbalara, incluso el amor de su mujer , que vive prácticamente a la sombra de eses marido al que incluso le pone las zapatillas cuando vuelve de la oficina.

Y, aunque él es el enfermo, ella es la que muere -aparentemente de un ataque al corazón, mientras duerme- y entonces sí que se decide a viajar a Japón, donde está su hijo triunfador, que trabaja en una multinacional y vive en un piso tan pequeño de un rascacielos de Tokyo que lo primero que le dice a su padre es que allí, no cabe.

Pero es primavera y los cerezos están en flor.

El hombre, ahora casi un anciano, rememora a su esposa y vagabundea por Tokyo sin poder entenderse con nadie, excepto con una adolescente vagabunda que recibe monedas a cambio de su danza -ella dice que habla con su mamá por un teléfono rosa.

En esta joven japonesa encuentra lo que sus hijos no le han querido dar y lo que no quiso tomar de todo lo que le ofrecía su esposa.

Cuando, por fin, el señor Fujiyama se deja ver, él realiza una danza que está por encima del absurdo y es lo más parecido a un acto de amor que ha hecho este hombre tan negado para los sentimientos.

Una película para disfrutar con los ojos y los oídos.