La forma en la que hemos visto el relato de la mafia ha estado matizada por el espíritu norteamericano de la discriminación radical entre los buenos y los malos, los policías corruptos, los policías buenos. Contagiado todo de esta manera, el espectador solo puede habituarse a que la realidad tenga estas distinciones que parecen salomónicas, muy virtuosas, muy morales. Pero el cine no puede ser solo lo que una forma de ver la vida quiere narrar: el cine es el universo de las estructuras para contarnos los que puede y a la vez puede no ser. Por eso es una fortuna esta película. Aquí la mafia es una empresa con nombre propio, con socios rimbombantes que visten los mejores trajes y consumen lo más elegantes a su disposición. Su clase es innegable, aunque sean los mismos de los clanes.
New World nos permite acercarnos al mundo de la mafia sin ponerle muchas arandelas: que las mujeres en las piernas de los mafiosos, que su propio consumo de drogas, que los desvaríos morales de los protagonistas, que la penetración en la noche y en sus fiestas. Al contrario, aquí vemos una mafia que no se ocupa de eso y el relato resulta tan bueno como puede serlo una pieza musical que va desplegando su sonido sin mayores adornos, solo a lo que la melodía quería ir.
Podemos sentirnos levemente manipulados por lo que ocurre en la historia, pero esta manipulación solo representa la virtud de la dirección. Uno no puede lamentarse de entrar a jugar a ver cine y que el cine juegue con uno.
En la lista de películas coreanas del siglo veintiuno esta seguro se convertirá en uno de los clásicos.