Todos somos un poco culpables de pensar que "El mandaloriano" es mejor de lo que realmente es. Los fanáticos de Star Wars queremos ver gigantes donde sólo hay molinos, con tal de olvidar la deriva que tomó la saga galáctica en los años 90.

En 1976 George Lucas no podía imaginar que su proyecto de juventud se convertiría en un imperio industrial. Con más ilusión que medios, Star Wars nació desde la improvisación infantil para alcanzar la madurez de una tragedia griega. Por entonces poco importaba el árbol genealógico Skywalker, pero Lucas se empeñó en rodar nuevas películas que dieran respuesta a las lagunas argumentales de la trilogía original. Animado por las posibilidades de los efectos digitales, convirtió Star Wars en una esperpéntica macedonia de frutas.

Parecía que "El mandaloriano" venía para librarnos de aquel carnaval de parvulario. Para bien o para mal, el western lacónico de Jon Favreau será lo más cerca que estaremos del espíritu de la saga original, pero insuficiente para sofocar nuestra añoranza. Porque la sensación de producto de marketing no nos abandona. Disney quiere demostrar que es el nuevo dueño de la franquicia y nos lo recuerda, en cada capítulo, convirtiendo a la cría de Yoda en irritante logo corporativo.