SCREAM es como mirar al futuro desde el pasado en 1996.
Seguro que tenéis alguna caja de juegos vieja en el armario del recibidor. Un colorido trozo de cartón recubierto por una fina capa de polvo lleno de gigantescas letras en relieve que prometen diversión durante horas y para toda la familia.
El slasher comparte algo con esa caja. Un juego al que puedes jugar una y otra vez y, aunque siempre llega un punto en el que se vuelve tedioso y repetitivo, tiene al menos un par de balas en el tambor que te harán disfrutar.
Netflix ha cogido las instrucciones y le ha dado una última vuelta a la peli de Scream, esa saga que creíamos ya muerta en el 2011, con un film final que arañaba más la comedia que el thriller y que, golpeando con fuerza la cuarta pared, muchos consideramos una reflexión intertextual sobre el genero más que la brillante despedida de la eterna superviviente Sidney Prescott.

Pero al grano ¿qué decir de la última partida de este juego de mesa? Sencillo. Se ha portado bien, se han respetado la mayoría de las reglas y el final, aunque no alcanza la apoteosis que cuecen durante los 10 capítulos, no nos deja indiferentes.
La serie hizo lo que prometió que no se podía hacer a mitad del primer capítulo; adaptar el slasher a serie. Y no hacerlo demasiado mal, por cierto.
Y un slasher, más que tener muertes absurdas, giros de trama inesperados, personas inofensivas que se aproximan por detrás a víctimas asustadas, son secuelas.
Ver esta serie implica comprometerse con el nuevo Gohstface. El rostro de 1996 en 2015.