Antes de nada, hay que decir que estamos ante una serie que es historia viva de la televisión. No ha existido jamás una producción televisiva que movilizase a las masas como lo ha hecho Juego de Tronos, lo que habla claramente de la capacidad de atracción que tiene el producto de HBO.

Juego de Tronos es un amalgama de intriga política, conflictos bélicos, diálogos ingeniosos y una gran imprevisibilidad, donde prácticamente nadie ni nada se encuentra a salvo de los horrores del mundo que le rodea. Es evidente, también hay que decir, que el guión, la calidad de los diálogos y la firmeza narrativa decaen considerablemente en la octava temporada (ya desde la séptima, incluso), cuando la serie supera cronológicamente a la magistral obra literaria de Martin.

No obstante, considero que esto no puede empañar el magnífico trabajo llevado a cabo en las entregas anteriores, por mucho que sea tentador caer en la desesperación ante el forzado desenlace de la trama. Además, incluso en esta última temporada, considero que los puntos positivos también existen: visualmente es una producción espectacular, la banda sonora destaca enormemente y, sobre todo, es un final que, pese a su descenso en cuanto a la calidad del guión, te tiene totalmente atrapado y suscita grandes emociones cuando ves llegar al final del trayecto a todos los compañeros que han permanecido a nuestro lado durante estos ocho años. Esto último es lo máximo que puede aspirar a conseguir una serie de televisión y, sin duda, Juego de Tronos lo hace de sobra.