Pero es que ya no cuela, don Corleone, no cuela. Decepcionante (más incluso que las anteriores) tercera parte de «El Padrino», donde todos los personajes prácticamente se convierten en fantoches.

Ya ves que Michael Corleone sonríe, hace bromas, se pone romántico y tierno; blandito y todo, como si nunca hubiera tenido esa mirada de hielo (apoteósica, irrecuperable) ni esos aires de mando. Que todos nos acordamos de todo, y más una servidora que tiene las otras muy recientes en la memoria. Este Michael no es el Michael impertérrito, inmutable, desconocido e inexpugnable. ¿Ahora nos vienen con sentimentalismos y arrepentimientos? ¿Ahora?

Que lástima, de verdad, qué lástima que Coppola no haya pensado en humanizar a los personajes hasta la tercera parte. Que pena que no se le haya ocurrido describir a un Padrino atormentado por el recuerdo de su primera mujer y por las decisiones tomadas; un Padrino enamorado de su esposa, antes, cuando la tenía y le amaba; un Padrino que llora y que sonríe, al mismo tiempo que dispara; un Padrino que duda, que aspira no sólo al miedo o el respeto, sino al amor de su familia. ¿Por qué no se ha hecho antes? ¿Por qué?, me pregunto, sin encontrar respuesta.

A estas alturas, sin embargo, está todo perdido. Porque, como digo, la historia abandona la coherencia interna y Coppola renuncia al estilo de las anteriores, así que el tono lapidario, serio y sombrío de las otras dos desaparece y, lo que es peor, no lo mejora. Así, ya nada es creíble y, con semejante salto en el tiempo, tampoco te importa. Además, Sofia Coppola es un espanto de actriz a la que no podía ni mirar. Por el contrario, Andy García, espectacular.

Que mal todo, que mal.