«Quizá sería mejor que me olvidaras: volver es empezar a atormentarnos, a querernos para odiarnos, sin principio ni final». Ya lo compuso Carlos Arturo Briz en 1956 y la cantó el inigualable Luis Miguel cuarenta años después en su disco «Romances». La canción, claro, se llama «Encadenados».

Hitchcock hace de Hitchcock y elige a la bella Ingrid Begman para que le salve la película, pero la misión es demasiado grande para sus fuertes hombros. Su rostro, impresionantemente retratado por la cámara, es de una expresividad bárbara, todo un placer verla, siempre impecable en sus interpretaciones. Sin embargo, el guión es de chiste. Abramos los ojos a la realidad de una vez por todas: no puede tomarse en serio la retahíla de patones que se van sucediendo. Ese momento de la taza de café, por ejemplo, no hay quien se lo crea. Y así todo, forzado y superfluo, arrítmico y rudimentario.

Hay momentos, visualmente hablando, que son hasta bonitos, como la imagen de espaldas de Cary Grant en la fiesta de Alicia, pero es que luego ves la trama de nazis enamoradizos, madre castrante y tensiones que se basan en si va a durar o no el champán de la fiesta, y es que te da la risa.

Eso sí, me llama la atención que apenas una década después del fin de la Guerra el cine mostrara alemanes tan humanos. Algunos son de lo más amables, y el propio Alex es todo un caballero de suave sumisión ante los que le rodean. Vamos, no es una crítica, es una curiosidad.

El final parece un tanto precipitado, pero, bueno, va en consonancia con el resto de película. En fin, claramente sobrevalorada. Otra más.