Entre las numerosas producciones de serie B de la década de 1950 sobre invasiones alienígenas hay de todo, y aquí nos encontramos con una ciertamente original en su planteamiento.

Los “invasores” son piedras extraterrestres pertenecientes a un meteorito que se multiplican en contacto con el agua mientras absorben el silicio de los organismos, lo que para el ser humano se traduce en la petrificación y la muerte. Asistimos de este modo a la desesperada lucha contrarreloj de los integrantes del pueblo cercano al cráter para descubrir los misterios del mineral que avanza impasible hacia ellos, amenazando sus vidas y a toda la humanidad.

La película es corta y maneja bien la tensión, pero aparte de la inusual, atractiva premisa y el encanto de este tipo de cine, no tiene mucho más. Las interpretaciones son discretas. Las explicaciones científicas que nos intentan colar tienen poco de científico y poco de explicación; dejar el funcionamiento de las rocas como un misterio del espacio profundo hubiera sido mejor idea. El guion es demasiado simple, mientras la solución al problema demasiado conveniente.

Me gusta el diseño de los monolitos, altos, negros, como si fuesen vegetales inanimados de diseño futurista. Las secuencias de su avance, creciendo, derrumbándose, y naciendo de los escombros otra vez, en bucle, son impresionantes.

El rato se pasa.