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Voto de Juan Marey:
8
Drama En una ciudad provinciana, un profesor viudo lleva una vida modesta en compañía de su único hijo. Cuando en un viaje escolar, un alumno se ahoga en un lago, él asume la responsabilidad del accidente y dimite. Decide entonces abandonar la ciudad y trasladarse a su pueblo natal. Durante el viaje, padre e hijo discuten sobre el futuro y entre ellos se establece una relación al mismo tiempo cercana y distante. Un día el padre le anuncia que ... [+]
12 de julio de 2020
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
No ocupamos hoy de una de esas pequeñas joyas olvidadas del maestro japonés Yasujiro Ozu. Con su sutileza habitual, el maestro nipón presenta la relación entre un padre, profesor viudo, y su hijo, mostrándonos el sacrificio y la abnegación del padre y el sentido de la responsabilidad del hijo y centrándose en el vínculo que los une a través del tiempo. No cabe duda que la película no adquiere la perfección y depuración del último –y admirable- periodo cinematográfico del gran director japonés, esa sensación de encontrar en cada uno de sus planos la transmisión de una manera de entender la vida, o esa aparente relajación que solo es una forma valiosa de mostrar la densidad de sus películas, aparece, pero no de una forma tan sublime como en sus grandes obras maestras, pero de todos modos, y pese a esas limitaciones, que en buena medida provienen por la comparación con unos títulos que hay que ubicar por derecho propio entre las grandes obras del cine mundial, no se puede negar que el film que nos ocupa es una obra excelente, y en ciertos momentos, conmovedora.

Si hay una palabra que resume esta película, esa es sencillez, pero sencillez en absolutamente todos sus aspectos. Para empezar, la enorme facilidad que Ozu tiene para condensar en apenas hora y media, una historia que abarca muchos años, y en ningún momento resulta apresurada, es envidiable la capacidad de síntesis de su guión para contar única y exclusivamente aquello que merece la pena contarse y no andarse por las ramas, y todo ello contado a través de una serie de escenas que en apariencia no muestran nada, pero realmente lo muestran todo, y sin resultar metafóricamente aburrido, sino todo lo contrario. Ozu nos hace testigos inseparables de lo cotidiano y casi trivial de las vidas de sus personajes principales, testigos de sus sentimientos de culpa, de sus anhelos, de sus sueños, y una vez más, resulta sencillo en esa descripción.

Ozu va filmando el paso del tiempo con la tranquilidad que le caracteriza, con unas elipsis sorprendentes que pasan por muchos años sin ningún recurso que nos avise. Para el director no hace falta hacer énfasis en el paso del tiempo, simplemente quiere que veamos cómo se suceden los acontecimientos poco a poco y cómo las cosas no cambian para nuestros protagonistas. La cámara de Ozu mantiene también una distancia con los personajes parecida a la que hay entre ellos: del mismo modo que padre e hijo se aprecian pero no exteriorizan sus sentimientos, Ozu siente cariño por sus personajes y por sus vidas pero no se aproxima a ellos a nivel emocional. Incluso una escena tan dramática como la muerte del alumno al inicio y los remordimientos del profesor se resuelven con dos súbitas elipsis que evitan profundizar en esos detalles, como si Ozu quisiera evitar unos momentos tan emocionalmente tensos por decoro.

Cuando la película termina, uno se queda con ese tipo de sensaciones que sólo las grandes películas son capaces de dejar, días después las imágenes embriagadoras de este fascinante film no se te borran de la cabeza y aún uno es capaz de recrearse en ellas con la misma facilidad que si las estuviéramos viendo en ese mismo momento. Es el poso de los genios como Ozu, de la magia inmortal del Cine.
Juan Marey
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