No sé si puedo considerarme un fan de Disney, pero soy de esos críos que creció viendo todas y cada una de las películas que nos dieron durante los años 80-90 y que, seguramente, forjaron la clase de persona que soy y que ayudaron a avivar mi amor por el séptimo arte. Cada vez que salía una película del estudio del ratón, pedía a mis padres ir a verla, tradición que se mantuvo hasta que pude ir solo a elegir la película que me diese la gana.

Recuerdo que cuando ‘Frozen’ salió creó una gran expectación y, aunque me parecía una historia muy de princesas, decidí darla una oportunidad… que terminó a los veinte minutos. Me pareció horrorosa, así que decidí enterrarla en el cajón de las imposibles.

Ahora soy yo el «Papá» al que su hija le pide ver películas y, horrorizado, me encontré el otro día con la petición de ver ‘Frozen’. A pesar de que no me había gustado aquella primera vez, decidí por ella darla una segunda oportunidad. Quiero que ella elija las películas que le gustan y las que no, así que, diez años después de su estreno, me volví a encontrar con Elsa, Ana y el dichoso Olaf.

La percepción que tengo de ella no ha mejorado en exceso. La verdad es que al menos he conseguido terminar de verla y ver por completo la historia que proponen de las hermanas, una muy carismática y la otra demasiado preocupada por sus poderes.

Por contra: Olaf me sigue pareciendo un segundón no digno de los grandes personajes secundarios en la historia de la factoría Disney y creo que está sobre-cargadísima de canciones que la hacen ir a un metraje infinito (y eso que solo dura una hora y cuarenta minutos)… pero tiene un pase, no vamos a negarlo.

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