Uno de los platos fuertes de finales del año pasado sin duda era la nueva versión de la inmortal obra de William Shakespeare con Justin Kurzel en la dirección, ‘Macbeth’, una película que es el plato fuerte de los críticos de medio mundo, pero que no está mascada para el pueblo llano.

Me explico mejor: ‘Macbeth’ tiene dos formas de ser entendida. La primera, y es la que más me ha pesado, es que es un ladrillo de los gordos. Aunque no llega a las dos horas de dirección, su pausa, su serenidad, su forma de narrar la historia y su montaje hacen que se convierta en una película aburrida a ratos y lenta como el demonio. Puede cansar a los espectadores menos impacientes, pero esto no quita para que piense que ‘Macbeth’ es una película de necesario visionado.

La otra forma de ver ‘Macbeth’ es poniéndose en el lado del amante del séptimo arte y contemplar la madurez interpretativa de un actor llamado a reventar taquillas. Michael Fassbender está en ese momento en el que podría interpretar a un grillo y ganar el Oscar al mejor actor secundario. La fuerza del relato, que bebe de las entrañas de Shakespeare, cobra fuerza cada vez que él alza la voz.

Otro punto que resalta en ‘Macbeth’ es su excelente fotografía, con planos repletos de simbolismo y poesía. Llama la atención como su director juega con los colores, haciendo que prime el rojo, color sangre, sobre cualquier otro, incluso en paisajes y escenas de batalla.

En definitiva es una película que nos deja a medias. No termina de cuajar bien el fondo con la forma, pero aunque es un error, es bienvenido. Ojalá todos los errores nos dejaran tantos aciertos como tiene esta versión de ‘Macbeth’.

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